
Silvana Darré
FLACSO Uruguay. Doctora en Ciencias Sociales por FLACSO Argentina.

En esta reflexión se plantean algunos desafíos en torno al concepto de interseccionalidad para analizar la forma en que distintos marcadores de diferencia interactúan en las personas concretas. Se parte de algunos resultados de investigación y del análisis de ejemplos para hacer foco en los aportes y problemas inherentes a los cambios de paradigma y sus efectos en las políticas públicas.
(1) Quiero agradecer a Dina Yael por la lectura previa de este texto y los comentarios recibidos.
Me gustaría comenzar comentando dos experiencias recientes de investigación sobre la inclusión y la equidad en la educación que, junto con algún ejemplo también reciente, ponen de manifiesto algunos de los asuntos o desafíos que tenemos por delante como sociedad.
La primera experiencia en la que participé de modo activo fue una investigación regional que FLACSO Uruguay coordinó en diez países de América Latina en 2014. El propósito era conocer los grados de percepción y de conocimiento efectivo que las máximas autoridades universitarias y de gobierno tenían sobre los problemas de inclusión en la educación superior y las complejidades inherentes a los procesos de exclusión en cada uno de sus países(2).
No era entonces una novedad, ni lo es en la actualidad, que el acceso, la permanencia y el egreso de la educación superior son muy reducidos en comparación con el total de la población, que están segmentados en función de muchas variables y que determinan en gran medida las posibilidades futuras que las personas y las familias tienen de acceder a mayores niveles de bienestar en términos sociales, económicos y culturales.
Ese estudio incorporó algunos marcadores de diferencia: el nivel socioeconómico, el género, la dimensión étnico-racial, la discapacidad, la sexualidad no normativa y la edad, como dimensiones generadoras de desigualdad en los procesos de acceso, permanencia y egreso de la educación superior. En la medida en que previamente se había realizado una sistematización a partir de información estadística proveniente de censos nacionales, encuestas continuas de hogares y otras informaciones cuantitativas de cada país se contaba con certezas sobre el tipo de población que efectivamente accedía a la educación superior en cada contexto.
Una de las conclusiones a las que arribó el estudio fue la gran disparidad de percepciones que estas elites tomadoras de decisiones –que ejercían cargos de gobierno institucional o nacional– tenían sobre los procesos de exclusión que se producían en sus instituciones de acuerdo a cada marcador de diferencia y, consecuentemente, el desconocimiento que tenían sobre la mejor forma de revertirlas.
Algunas dimensiones parecían más obvias o naturalizadas que otras, por ejemplo, la pertenencia socioeconómica y la discapacidad fueron reconocidas como de mayor gravitación en los procesos de exclusión en comparación con el género, la orientación sexual o el marcador étnico-racial. Aun así y a modo de ilustración, la pertenencia socioeconómica no fue considerada por un 20% del total de personas entrevistadas como un factor de exclusión, lo cual resultó llamativo por el peso de las evidencias y de las tradiciones teóricas que en la dimensión de clase social han visto el principal ordenador de diferencias e injusticias. La discapacidad en un sentido complementario fue mencionada por la gran mayoría de las personas entrevistadas como un factor de exclusión, posiblemente por ser la única dimensión que podía asociarse en forma automática a la persona y no tanto a mecanismos socioinstitucionales y culturales. Este efecto de naturalización de atributos asociados a la propia persona se retomará más adelante.
Otra de las conclusiones a las que llegó el estudio fue la escasa percepción que los actores institucionales entrevistados tenían sobre los efectos que, en términos de procesos de exclusión social, podía generar la combinación de los diferentes marcadores de diferencia en la misma persona en un contexto particular. Esto es, qué implica ser pobre y tener una discapacidad en Uruguay, o ser varón afrodescendiente joven en Brasil, o mujer indígena de la Amazonía en Perú. Este resultado era de alguna manera esperable en la medida en que el paradigma interseccional, si es que le cabe esa categoría, no ha tenido hasta el presente mucha resonancia o desarrollo en América Latina, aunque sí en el contexto europeo y de los Estados Unidos de América.
La segunda experiencia de investigación a la que quiero hacer referencia corresponde a una tesis, defendida en diciembre de 2018 en el marco del programa de Maestría en Educación, Sociedad y Política de FLACSO Uruguay, que consistió en el análisis de un programa de inclusión educativa vigente en ese momento en Uruguay, que funcionaba en una red de escuelas de educación primaria.
La riqueza de los resultados obtenidos por su autora, Marina Isasa González, merecería sin duda un relato mucho más exhaustivo que el que aquí podemos hacer por razones de espacio, pero quiero rescatar el modo de designación que utilizaban algunas de las personas que forman parte del programa para referirse a niñas y niños. No se trata de un asunto personal, sino de un analizador que da cuenta de discursos contradictorios que circulan en la actualidad, que trascienden a las personas hablantes. En esta línea, lo que se dice permite entrever algunas formas de representación, de pensamiento y de acción que subsisten y constituyen asuntos que tenemos pendientes de resolución como sociedad. A continuación se muestran dos pequeños fragmentos.
«...“Los niños incluidos van a [...] con otros niños comunes. Eso no vale, llevan a los comunes para hacer las cosas porque no es real inclusión”.
(...) “Un nenito de los incluidos le pegó a una nena y los padres vinieron furiosos. Y decían enojados que esos niños no tienen que estar en este jardín de infantes”.» (Isasa González, 2018:60-61(3))
Por supuesto que la implementación de cualquier programa de política pública conlleva procesos muy complejos en los que interactúan muchos actores sociales (entre otros, el Estado y sus instituciones, las organizaciones de la sociedad civil, las familias, la comunidad). En esas interacciones se juegan procesos de significación social y de transformación que tendrán mayor o menor éxito de acuerdo a las estrategias en las que se apoyen a lo largo del tiempo y a los recursos con los que cuenten. Lo que me llamó la atención de esos dos fragmentos de entrevistas fue el modo de designación entre unos y otros, entre los “nenitos incluidos” y los “comunes”, y la necesidad de ponerle algún nombre a esos conjuntos que se perciben heterogéneos, a la clasificación que parece inherente a la mirada; aun cuando se utilicen términos políticamente apropiados, su uso sigue marcando un estigma.
Sobre ese tema, en un estudio clásico relativo al estigma y a las identidades sociales, Goffman (2010) afirmaba que la sociedad tiende a categorizar a las personas asignándoles atributos que son percibidos como naturales. Un estigma comienza como una marca corporal que conlleva un sentido negativo. La marca se expande como un todo al individuo que lo porta y es asociado con un conjunto de otros atributos también negativos. El estigma se construye socialmente, de modo relacional, e incluye una enorme cantidad de características, circunstancias y situaciones que cambian según los tiempos. Se podría decir que pocas personas quedan excluidas del listado de estigmas que propone el autor, teniendo en cuenta las características físicas, deficiencias intelectuales, psíquicas, ser pobre, haber estado preso, estar desocupado, la etnia, las personas divorciadas, los adultos mayores, las personas obesas, las personas alcohólicas, homosexuales, transexuales. Pero también hay categorías que abarcan amplios conjuntos de personas por razones étnicas o religiosas.
Uno de los asuntos relevantes que plantea el autor es que el espacio de lo “marcado”, se construye imaginariamente desde un espacio “normal”, “no marcado”, que es ficticio. Que sea efecto de una construcción social no significa que tenga menos efectos en la realidad. Internalizamos, hacemos propio el punto de vista de los normales, dice Goffman, y de ese modo vamos construyendo nuestras identidades en forma relacional.
En este punto no podemos dejar de mencionar a la autora feminista Moreno Sardá (1986), quien hace muchos años trabajó sobre el concepto de androcentrismo. La clave de su análisis está en entender que “la posición” que tomamos a la hora de ver los problemas es la que determina en gran medida la construcción que hacemos de la realidad, de la vida y de sus acontecimientos. La posición hegemónica androcéntrica está representada por asumir como universal y propia la perspectiva de un hombre joven, blanco, europeo, educado, de clase acomodada, que –ya lo sabemos– no todos somos. El concepto de androcentrismo que propone la autora es relevante porque termina con la falsa dicotomía de mujeres vs. varones que los críticos del feminismo le siguen adjudicando en forma simplista, dado que la mirada androcéntrica puede ser asumida por cualquiera y la posición que ocupa una persona en la sociedad responde a múltiples dimensiones y contextos. Esto no significa que estructuralmente, por llamarlo de alguna forma, lo marcado sea lo femenino, lo no blanco, lo no heterosexual, lo pobre, etcétera.
Entonces, a propósito de Goffman, los “nenitos incluidos”, los “comunes” y las percepciones de las autoridades universitarias sobre los procesos de inclusión en la educación, podemos inferir que la discapacidad es percibida como una dimensión altamente naturalizada y, en consecuencia, los procesos de exclusión parecen más fáciles de ser reconocidos. Esto significa que se le atribuye una naturaleza de origen, pero también un origen natural –que es atributo corporal, y problema personal y responsabilidad de quien lo porta–. Es evidente que la persona ciega es ciega. Décadas de discurso médico han sedimentado la noción de déficit como un tema personal.
Somos renuentes a considerar que esa diferencia es una de tantas que podemos tener, como ser mujer, ser afrodescendiente, ser musulmán, soltera, huérfano, transexual, migrante, pobre o adulto mayor. Cada dimensión significa cosas diferentes según los contextos, y en general no están en un mismo plano. Hace unos años, una feminista afrodescendiente nos decía: “puedo dejar de ser pobre, podría incluso dejar de ser mujer, lo que no puedo cambiar ni quiero es ser afrodescendiente porque lo llevo en el cuerpo”, estableciendo de esta forma una cierta jerarquía o pesos específicos diferenciales para cada dimensión de identidad.
El problema es que los llamados “marcadores de diferencia” son convertidos o traducidos en forma sistémica en marcadores de desigualdad. Lo diferente vale menos. La distancia que nos separa de ese espacio ficticio o marcado es, en general, una medida de desigualdad. En múltiples oportunidades hemos escuchado la frase “aquí no discriminamos a nadie”, “aquí se ingresa por méritos propios”, porque el mérito como concepto y representación con- densa el esfuerzo personal individual, y tiene una larga historia que ha dejado sedimento en las prácticas y en los modelos de pensamiento igualitarios de tradición liberal.
Es evidente que una separación por categorías o marcadores (como género, clase, raza-etnia) puede ser útil desde el punto de vista analítico, pero está lejos de representar la complejidad que supone el entrelazamiento simultáneo de dimensiones de pertenencia que tiene o asume una persona a lo largo de su vida. Ese problema ha sido enfocado por los estudios sobre interseccionalidad que han explicado cómo las diferentes dimensiones, al combinarse en clave de discriminación, potencian sus efectos. Esta operación no significa sumatoria, como si una capa se adosara a otra, sino movimientos de intersección, de combinación, de mezcla, que construyen y refuerzan nuevos sentidos.
Veamos a continuación un ejemplo local muy reciente sobre las discriminaciones múltiples y combinadas que operan en publicidades oficiales en tiempos de pandemia. El caso que sigue es una campaña sobre el consumo de drogas que en marzo de 2021 –a través de uno de sus organismos– el Estado uruguayo difundiera en Internet en general y en redes sociales en particular. Esta campaña fue retirada ante reclamos de la población, pero sirve como material para analizar (4).

Fuente: Captura de pantalla de la cuenta en Instagram de la Junta Nacional de Drogas (31 de marzo de 2021)
Para el análisis no consideraremos las regulaciones vigentes, sino exclusivamente lo atinente a los mecanismos de racialización operantes. La placa de difusión muestra que es el Estado el que emite un mensaje. Se trata de una comunicación oficial que parte de la máxima autoridad que, en forma legítima, administra y regula la convivencia entre la ciudadanía. En la parte superior, al centro, se ubica la leyenda que alude al riesgo que conlleva consumir drogas. Tres personajes jóvenes ocupan el centro, dos varones y una mujer. El personaje que es “tentado” usa corbata y es blanco. Se niega a consumir expresando “¡Hoy no quiero!”. Las malas influencias que lo convidan son jóvenes de ambos sexos con un color de piel más oscuro. En la parte inferior se encuentran los centros a los cuales se puede acudir y algunos consejos útiles para prevenir males mayores. Lo “no blanco” está ubicado en el espacio del peligro para el joven blanco. El riesgo parece estar representado tanto por las drogas como por los jóvenes no blancos. La clase social no parece ocupar un rol relevante en la escena.
Veamos otra publicidad del referido organismo –que depende de Presidencia–, seguramente diseñada por el mismo equipo.

Fuente: Captura de pantalla del sitio web de la Junta Nacional de Drogas (31 de marzo de 2021)
La misma leyenda señala que el consumo de drogas tiene riesgos. En la parte inferior se lee un mensaje que alude a la importancia de elegir formas de ocio que excluyan el consumo de drogas. Esta vez, la imagen central, “ejemplar”, está representada por una joven afrodescendiente, a la que le falta una pierna y está corriendo con una prótesis. Parece una exigencia de superación exagerada. El joven ejemplar de la primera imagen luce despreocupado con las manos en los bolsillos, mientras que la joven afrodescendiente ejemplar de la segunda placa corre con una prótesis de pierna. Es tan insólito el segundo mensaje que el tema de las drogas y el consumo pasan a un segundo plano. ¿Cómo podemos leer esta gráfica? ¿Será que evitar el consumo de drogas es más difícil para unas que para otros? ¿Será tan difícil evitar el consumo que puede equivaler a correr sin una pierna? ¿Se quiso establecer una relación entre la población afrodescendiente, el riesgo y la discapacidad? ¿Es la discapacidad un riesgo? Es importante destacar que, por efecto de las críticas recibidas, todos estos mensajes fueron retirados de la redes. Nuestro agradecimiento a las personas que los criticaron, porque pusieron en evidencia que hay mensajes que ya no pasan desapercibidos, que resultan intolerables. Estos mensajes publicitarios muestran la necesidad imperiosa de contar con espacios y procesos de formación permanente en los ámbitos públicos y privados sobre la igualdad de derechos y oportunidades, y la importancia de una comunicación libre de estereotipos.
(2) El estudio fue publicado con el título Percepciones sobre la inclusión social y la equidad en las instituciones de educación superior en América Latina. Estudio con autoridades universitarias y gubernamentales de 10 países. En línea: https://www.lai.fu-berlin.de/disziplinen/gender_studies/miseal/publicaciones/pub3/index.html
(3) Testimonios recogidos en 2017 en escuelas de Montevideo.
(4) El 1 de abril de 2021, una nota en el diario El Observador informó que la gráfica realizada en el marco de campaña de concientización había sido dada de baja por las críticas recibidas en las redes, que la consideraron racista. En línea: https://www.elobservador.com.uy/nota/junta-nacional-de-drogas-dio-de-baja-campana-contra-el-consumo-de-alcohol-tras-ser- acusada-de-racismo-20214121059
El concepto de interseccionalidad tuvo una primera formulación a finales de la década de los ochenta del siglo pasado con la abogada afroestadounidense Kimberlé Crenshaw, quien lo utilizara en un contexto legal de defensa de trabajadoras de la General Motors. El término fue utilizado para mostrar cómo la experiencia de subordinación de un grupo particular no es fácilmente comprensible o aprehensible desde conceptos separados como la clase, el género y la raza. Unos años después, en un artículo publicado en inglés, explicaba:
Utilicé el concepto de interseccionalidad para expresar las diversas formas en que la raza y el género interactúan para dar forma a las múltiples dimensiones que tiene la experiencia de trabajo para las mujeres negras. Mi objetivo era ilustrar que muchas de las experiencias que enfrentan las mujeres negras no están incluidas dentro de los límites tradicionales de la raza o de la discriminación de género tal como actualmente se entienden estos límites, y que la intersección de factores racistas y sexistas en la vida de las mujeres negras incide de manera que no puedan ser cabalmente entendidas observando las dimensiones de raza o género de esas experiencias por separado. Construyo sobre esas observaciones explorando las diversas formas en que la raza y el género se cruzan dando forma a los aspectos estructurales y políticos de la violencia contra las mujeres de color. (cf. Crenshaw, 1994)(5)
Esta idea supone la existencia de estructuras o sistemas de opresión que operan de forma interconectada, y generan efectos variados y convergentes de violencia en las experiencias concretas de las personas. Entonces, las discriminaciones por clase social, género, raza-etnia, discapacidad, edad y orientación sexual, entre otras, no aparecen solas, sino que se anudan construyendo identidades subalternas. Los mecanismos de naturalización y la idea de la responsabilidad individual ya han sido mencionados como parte del proceso. Pero hay otros mecanismos, como la racialización, que hacen referencia a la construcción política de las diferencias entre grupos sobre el supuesto de una naturaleza racial que los determina y condiciona. Esta dimensión de la discriminación ha sido señalada como estructural y funcional para el desarrollo capitalista.
Otro mecanismo es la minorización, que define una atribución de menor valía y un proceso de refuerzo permanente al mantenimiento de ese estatus. A propósito de este mecanismo, los estudios de género han resaltado cómo las mujeres fueron minorizadas en términos jurídicos para justificar su exclusión de los procesos de participación política, económica y social hasta hace pocas décadas.
En algún país de la región se utiliza el término despectivo “negro cabeza” como insulto. ¿Qué condensan esas dos palabras? Lo que no es blanco, lo pobre, lo regional (porque viene del norte), lo étnico, la torpeza, la falta de educación, el desprecio, la posición subordinada. Es un ejemplo de condensación de mecanismos de exclusión que funcionan de modo combinado, de racialización y minorización del varón pobre. Dos palabras que enlazan variadas dimensiones, ordenan las diferencias en sentido jerárquico: el hablante se atribuye una posición de superioridad mientras le asigna al otro un lugar subalterno.
Por supuesto en los últimos años, entre sus estrategias de comunicación, algunos movimientos sociales han incorporado la resignificación de las ofensas, con la consiguiente transformación en consignas de lucha y autodesignación.

Viveros (2016) alude a la historicidad del concepto de interseccionalidad y sus diferentes contextos de utilización a lo largo de los últimos veinte años. El término se encuentra en un proceso abierto de conceptualización, y puede ser utilizado como concepto (cf. Crenshaw, 1994), como paradigma (cf. Hill Collins, 2000), como metáfora, como método.
Lo que resulta en síntesis es que la interseccionalidad supone considerar un conjunto variado de opresiones, la imposibilidad de separarlas en la experiencia de las personas, la idea de la no jerarquía y de la articulación contextual entre es- tas. Estas ideas fuerza parecen suponer también la existencia de posiciones sociales que no padecen la discriminación porque encarnan la norma. Estos ejes serían «la masculinidad, la heteronormatividad o la blanquitud», según expresión de Viveros (2016:8).
Evidentemente, como campo de producción intelectual en movimiento, no hay consensos establecidos sobre los límites del término. Seguramente, el concepto de opresión podría ser sustituido por el de subordinación, y tal vez la masculinidad y la blanquitud como atributos podrían ser cambiados por los conceptos de patriarcado, sexismo y racismo, que en sí mismos suponen sistemas estructurales de dominación y exclusión social. Como todo en la vida, los análisis pueden incluir dimensiones universales, particulares y singulares. La heterosexualidad funciona como una norma universal; en contextos particulares de tiempo y espacio se especifica bajo ciertos formatos normativos que podrán tomar la forma de prohibiciones, delitos, aceptaciones, matrimonios igualitarios, etcétera. Y hay niveles de singularidad donde se juega la experiencia personal, el acontecimiento único de la experiencia. Entonces, las formas (en plural) en que los sistemas de dominación (en plural) se intersecan o se articulan en las personas concretas son variables y por eso mismo deben ser consideradas en cada contexto. Este es uno de los aportes teóricos fundamentales de la interseccionalidad.
El último asunto que quiero traer a esta reflexión refiere a la aplicabilidad del concepto en términos de políticas públicas. Como ya se mencionó, en América Latina el término nunca estuvo muy extendido, por lo tanto no es fácil encontrar evidencias de su utilidad práctica. Sin embargo, el contexto europeo puede tomarse como referencia porque, aunque lejano, lleva varios años de políticas públicas regionalmente coordinadas que lo intentan.
Lombardo y Verloo (2010) han analizado los en- foques de las intervenciones en políticas públicas en Europa desde el paradigma de la interseccionalidad que forma parte de las normativas de intervención social en esa región. Estas autoras hacen referencia a tres tipos de enfoques de intervención.
El enfoque unitario implica unidades diferentes de atención para el tratamiento de desigualdades específicas. Supone agencias separadas o instituciones específicas. Es el modelo histórico que separa en categorías diferentes las estrategias de intervención ante las desigualdades por razón de género, clase, discapacidad o migración. Se podría ejemplificar con el modelo de “ventanillas múltiples”.
El enfoque múltiple implica la integración para la atención de las diferentes desigualdades. Esto supone el trabajo con redes de organizaciones de la sociedad civil y unidades estatales. Si bien los enfoques siguen estando separados puesto que las organizaciones, por ejemplo, por los derechos de las personas migrantes, son diferentes de las organizaciones sociales que luchan por los derechos de las mujeres, el interés de la política está en establecer marcos, espacios y programas que coordinen en forma sistemática las intervenciones. Este enfoque ha sido representado con la idea de la «ventanilla única» (idem, p. 17).
El enfoque interseccional podría caracterizarse como el conjunto de planes y programas que articulan las diferentes discriminaciones desde un único enfoque antidiscriminatorio. Las autoras concluyen que el enfoque de intervención múltiple en políticas públicas es el que predomina en el contexto europeo, y en la práctica no han encontrado ningún caso que pudiera aproximarse al enfoque interseccional.
En atención a la experiencia acumulada por los países europeos y al peso legal que instituyen las normas, ¿podemos decir que la interseccionalidad como enfoque de política pública ha sido un fracaso? No necesariamente. Podemos decir que estamos ante un desafío complejo, que el cambio de paradigma es parte de un proceso lento que exige transformaciones simultáneas en muchos niveles. Las políticas públicas siempre requieren ser priorizadas en función de urgencias, recursos, amplitud de llegada del problema a abordar y capacidad de incidencia.
Lo que sustenta a la interseccionalidad es la pregunta siempre abierta por las diferencias, las multiplicidades, las injusticias y los derechos. En la medida en que la pregunta siga abierta podemos confiar en encontrar una salida. Siempre y cuando caminemos lo suficiente, como le proponía el gato de Cheshire a Alicia(6).
(5) Traducción propia del original en inglés.
(6) cf. CARROLL, Lewis (2003): Alicia en el país de las maravillas. Buenos Aires: Ediciones del Sur.