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Agosto del 2021
Coexistencia de miradas sobre problemáticas persistentes
Discapacidad, educación y niñez
Portada

Sofía Angulo Benítez

Sofía Angulo Benítez

Magíster en Sociología y Licenciada en Sociología (FCS, Udelar). Docente e investigadora del Departamento de Sociología (FCS, Udelar). Integrante del Grupo de Estudios sobre Discapacidad (GEDIS) de la FCS.

Introducción

Desde la década de los sesenta, las sociedades occidentales han transitado por un conjunto de transformaciones que repercutieron en las esferas políticas, económicas y sociales, produciendo un achicamiento del Estado y procesos de individualización y exclusión social que han sido reforzados por un modelo económico neoliberal. Se reconfigura el escenario desde el cual se despliegan las estructuras sociales, así como las representaciones sociales que incorporan los sujetos sobre el entorno social en el que se encuentran. En este contexto se introduce un elemento central que es la diferenciación de los sujetos. Las trayectorias y los proyectos de vida dejan de ser uniformes y homogéneos, y aparecen cuestionamientos en torno a nociones como “normal”, “desviado” y “diferente”. Esto da cuenta de un nuevo contrato social desde el cual se toma al individuo como sujeto de derecho, procurando de esta manera la inclusión de sectores que históricamente han sido desplazados y despojados de sus derechos.

Sin embargo, aún permanecen sectores de la población que padecen la marginalidad en sus múltiples facetas (sociales, culturales, educativas, laborales). El colectivo de personas en situación de discapacidad es uno de ellos, pues no solo han sido, sino que continúan siendo oprimidos, excluidos y marginados. El hecho de tener una deficiencia que califique y clasifique al cuerpo como “extraño”, “raro”, fuera de los estándares deseables y esperables, es motivo suficiente para situar a las personas en una posición de desventaja con respecto al resto. Se “carga” con representaciones y prácticas sociales que naturalizan las situaciones de desigualdad. Esta invisibilización, que aún persiste de múltiples formas, genera impactos a nivel social en los procesos y dinámicas sociales, así como a nivel personal en las trayectorias, y en las posibilidades y oportunidades de materializar proyectos de vida que respondan a intereses singulares.

Ahora bien, la Discapacidad como categoría analítica es conceptualizada, analizada y abordada desde diferentes modelos y perspectivas, por lo que no es posible establecer una definición unívoca y universal. Esto implica la coexistencia de diversos modelos que dialogan, se tensionan, se reconstruyen y, lejos de neutralizar el concepto, revelan la heterogeneidad que lo constituye. Su conceptualización no ha estado exenta de tensiones y de componentes ideológicos que atraviesan a las sociedades. La discapacidad se estructura discursivamente y establece determinadas prácticas que se corresponden con formas legítimas de ser y de estar en sociedad (cf. Yarza de los Ríos et al., 2019). En tal sentido se vuelve de interés abordar la temática desde una mirada crítica y contextualizada, considerándose especialmente relevante realizar una aproximación a los conceptos centrales en la temática de la discapacidad a través de la desnaturalización de dicha noción y de su problematización desde una perspectiva social.

En este trabajo se presentan, en primer lugar, los conceptos centrales de la discapacidad como categoría analítica y como constructo social, luego se expone la particularidad de la educación en la niñez en situación de discapacidad y posteriormente se esbozan las reflexiones finales.

La discapacidad en construcción: rupturas y continuidades

La discapacidad como concepto es producto del contexto social en el que se despliegan relaciones sociales –histórica y culturalmente determinadas–, por lo que se ha interpretado de diferentes maneras a lo largo de la historia. Las formas de abordarla y de interpretarla permiten dar cuenta de una transformación teórico-conceptual que va desde la intervención sobrenatural y mística de las deficiencias, al reconocimiento y la aceptación de la autonomía del sujeto. Los modelos presentan diferencias vinculadas al origen de la discapacidad, su conceptualización y las formas de intervención y de abordaje. En este sentido tienen implicancias prácticas distintas en función de sus concepciones, incidiendo no solo en las representaciones sociales, los imaginarios, los discursos, las prácticas y los comportamientos sociales, sino también en el marco normativo y en las políticas públicas. El foco aquí se centra en realizar una breve reseña de las definiciones teóricas e implicancias prácticas de dos de los paradigmas que han predominado en torno a la discapacidad(1).

En primer lugar, se identifica el paradigma de la rehabilitación que presenta al modelo individual como máximo exponente y, a través del principio de normalización, sostiene que es el sujeto quien debe adecuarse para integrarse a la sociedad. El modelo individual, también conocido como médico, se caracteriza por considerar a la discapacidad en términos de secuelas de una enfermedad, analizando sus causas y consecuencias en el marco del funcionamiento del cuerpo del sujeto, en sus desviaciones y anomalías. Se basa en la causalidad lineal entre enfermedad, deficiencia y discapacidad, dejando a un lado las características situacionales, contextuales y relacionales que posee la discapacidad. Se coloca el énfasis en las enfermedades y, por ende, la medicalización adquiere un rol fundamental en la medida en que se considera que la deficiencia debe ser eliminada o al menos reducida a través de la rehabilitación y la atención médica. En tal sentido, el abordaje del modelo individual posee elementos principalmente vinculados a la asistencia.

En este marco, la concepción de la discapacidad se establece como un atributo individual, es la condición biológica la que limita y dificulta el funcionamiento de las estructuras corporales. De este modo, las posibilidades de establecer relaciones sociales más allá de su entorno más próximo y de participar en la vida social son responsabilidad exclusiva del individuo. Es el sujeto quien debe adecuarse para participar de la vida en sociedad, es el cuerpo del sujeto el que debe adecuarse al con- texto. Esta perspectiva de la «tragedia personal» (Oliver, 1998) considera a las personas en situación de discapacidad como objetos de asistencia que deben ser curados, tratados y normalizados en función de determinados valores que son significados culturalmente. El sujeto es considerando en cuanto objeto de caridad y de asistencia. Esto supone que el trato hacia la persona en situación de discapacidad estará centrado en su condición de sujeto necesitado de atención y cuidados, objeto de tratamiento médico y asistencial (cf. Oliver 1990, 2008; Barnes, 2008; Brogna, 2009; Palacios, 2008; Ferrante, 2017).

Si bien esta visión ha imperado y se ha instalado con fuerza, no estuvo exenta de debates y de tensiones. A partir de la década de los sesenta se comienzan a discutir y problematizar con fuerza las tradicionales formas de entender la discapacidad, dando lugar al paradigma de la autonomía. Este paradigma centra su análisis en los factores sociales que favorecen el surgimiento de la discapacidad, y procura la inclusión de los sujetos mediante la eliminación de barreras materiales y relacionales. La discapacidad deja de ser entendida como un “problema de salud” o como una “tragedia personal”. En este paradigma se puede identificar al modelo social entre sus principales referentes.

Discapacidad 1

Los orígenes del modelo social se remontan a mediados del siglo XX, a partir de los aportes y la influencia de organizaciones de la sociedad civil vinculadas a personas en situación de discapacidad, quienes realizaban fervientes críticas al modelo individual. En Gran Bretaña, en 1976, la Unión de Personas Físicamente Deficientes contra la Segregación (UPIAS, por su sigla en inglés) publicó un conjunto de principios donde centraba el cuestionamiento en la sociedad. Este movimiento social, constituido exclusivamente por personas en situación de discapacidad, sostenía que es la sociedad la que “discapacita” (cf. Barnes, 2008). El foco se coloca en el contexto social, entendiendo que es el entorno el que produce y consolida la exclusión.

Bajo esta perspectiva, la deficiencia se transforma en discapacidad a partir de la interacción de factores sociales y culturales, y adquiere la forma de opresión y exclusión social. En este sentido, la pertenencia al colectivo de la discapacidad estará condicionada por las representaciones y las prácticas sociales que “discapacitan” al sujeto que tiene alguna deficiencia, sobre las que se despliegan las relaciones y estructuras sociales que adquieren forma de opresión. Los problemas que, desde el modelo individual eran entendidos con una lógica de responsabilidad exclusiva del sujeto, desde esta perspectiva se consideran problemas sociales, el foco está colocado en las circunstancias del contexto social, político y económico, ya que es el entorno el que “discapacita” (cf. Oliver, 1990; Barnes, 2008). Cabe destacar que, más allá de que la discapacidad se resignifica en cuanto construcción social y el contexto deja de ser un simple escenario superando la visión reduccionista del modelo individual, este modelo también presenta ciertas limitaciones. Si bien diferencia el concepto de discapacidad del de deficiencia, ambos terminan remitiendo a concepciones vinculadas a la normalidad, y aunque no se pretenda normalizar los cuerpos que presentan deficiencia, se continúan considerando cuerpos que se sitúan fuera de la norma, desviados, anormales. Asimismo, aunque logra trascender la visión individualizada de la discapacidad a través del estudio de las condicionantes estructurales y de las vivencias subjetivas, estas dimensiones no son suficientes para incorporar los condicionantes biológicos en el análisis.

Es posible identificar cómo la discapacidad, históricamente y pese a sus cambios en las conceptualizaciones y abordajes, se ha constituido en una carga valorativa que ha diferenciado de forma negativa a aquellos sujetos que poseen una deficiencia. A lo largo de los años, los enfoques han transitado desde una desvalorización del sujeto hasta el reconocimiento de sus derechos, desde una visión de la discapacidad como responsabilidad y problema exclusivamente individual hasta la situación de problematizar las barreras en la interacción entre el sujeto y el contexto. El modelo social logra redefinir la discapacidad colocando el eje en los factores sociales y culturales, y si bien la incorporación de esta visión se ha gestado desde la década de los sesenta, aún hoy siguen permeando los aspectos constituyentes del modelo individual en las formas de conceptualizar, abordar e intervenir sobre la discapacidad. Este breve recorrido pone de manifiesto que, aun con sus diferencias y antagonismos, los modelos de la discapacidad coexisten y tienen implicancias en las representaciones y en las prácticas sociales contemporáneas.

(1) Cabe destacar que desde la antigüedad griega y la romana han existido nociones que colocan bajo parámetros anormales a las personas que poseen algún tipo de diferencia. Sin embargo, es en la consolidación del Estado moderno y del sistema de producción capitalista cuando adquiere una mayor institucionalización, a partir de la valorización de la racionalidad económica y la legitimidad de la ciencia, principalmente la ciencia médica.

Los entramados de la discapacidad en la educación: breves apuntes

Tal como se ha presentado previamente, los paradigmas en torno a la discapacidad coexisten e inciden en las representaciones y prácticas sociales de los sujetos, permean la estructura social y condicionan proyectos de vida singulares. A modo de ejemplo, a continuación se presentan los principales aspectos que evidencian la forma en que la discapacidad ha sido conceptualizada y abordada desde la educación.

Hacia fines del siglo XIX se instaló con fuerza la noción de la universalización de la educación primaria. La educación se constituyó en un espacio que habilitaba y promovía la separación con el mundo adulto, al tiempo que construía una niñez homogénea que respondía a normas y estándares legítimos y válidos según el contexto social. La educación en cuanto institución había sido creada para la producción y reproducción del orden social, de unas determinadas formas de ser y de estar en sociedad. De modo que el foco se colocaba en formar sujetos que incorporaran los grandes imperativos de su contexto mediante la socialización, y adquirieran así las representaciones y las prácticas que respondían al orden establecido (cf. Míguez, 2020; Míguez et al., 2017).

En este sentido, y desde un primer momento, la calificación y la clasificación realizadas entre niños y niñas “normales” y “anormales” desde un modelo individual, permitió ubicarlos en lugares específicos: “escuelas comunes” y “escuelas especiales” (cf. Yarza de los Ríos et al., 2019). Esta demarcación se basa en los imaginarios sociales sobre la discapacidad que corresponden al modelo individual, y dan lugar a intervenciones y abordajes segregacionistas. La segregación en la educación sostiene sus prácticas situando al estudiante como pasible de ser abordado e intervenido debido a su condición de discapacidad. Las prácticas colocan el foco en la carencia, buscando reconocer el derecho a la educación a través de la homogeneización de la diferencia, reforzando mecanismos que tienden a la segregación.

Hacia fines del siglo XX se detecta la necesidad de interpelar y tensionar la aparente homogeneidad de la universalidad educativa y toma fuerza el reconocimiento de la educación como espacio de emancipación (cf. Martinis y Falkin, 2017). En este contexto aparece el enfoque de la integración que propone incorporar al niño y a la niña en situación de discapacidad a la vida escolar y, al efecto, el estudiante debe realizar una serie de movimientos para incidir en sus estructuras corporales, de comportamiento y sensoriales, y responder a los parámetros establecidos en la comunidad educativa. Es así que las responsabilidades de generar las transformaciones necesarias para adaptarse a la estructura educativa recaen en el niño o en la niña. Se requiere entonces que el niño o la niña en situación de discapacidad despliegue las estrategias necesarias para encontrar su lugar en el sistema educativo ubicando las responsabilidades en los sujetos concretos, nociones que responden al modelo individual de la discapacidad.

En contraposición, más adelante surge la educación inclusiva que pone en tensión las responsabilidades individuales del éxito o del fracaso escolar, e incorpora la noción del contexto social y de las desigualdades sociales en la estructura educativa. Esta educación implica el reconocimiento de las singularidades como expresión de la heterogeneidad que implica ser y estar en sociedad. En este nuevo escenario, la desnaturalización se vuelve un ejercicio reflexivo permanente a partir del cual se identifican situaciones de desigualdad y relaciones de poder, reconociendo y potenciando al “otro” como sujeto (cf. Martinis, 2015). Esto supone educar en torno al diálogo, a las diferencias, al conflicto entre las diversas subjetividades, para trascender la función socializadora de identidades hegemónicas y legítimas (cf. Calderón Almendros, 2014). En caso contrario, a partir del reconocimiento y del fomento de un sistema de valores, normas y significados, la educación consigue hacerles “creer” que “son lo que la institución dice”, reforzando el espacio de dominación. Es este sistema hegemónico el que invisibiliza las manifestaciones resistentes de la niñez violentamente silenciada.

La educación a partir del diálogo y de la consideración de la diversidad implica la co-construcción, entre el educador y el educando, de la realidad social. Se basa en el reconocimiento de la diversidad que conlleva educar en y para la diversidad, respetando las singularidades de los sujetos y adaptando las enseñanzas a las especificidades de cada uno. Cabe destacar que un factor de riesgo es analizar las diferencias como parte intrínseca de la diversidad, sin considerar las desigualdades sociales que las condicionan (ibid.). Los educandos que experimentan estas barreras son marginados, excluidos y sus voces son “silenciadas” y “escondidas”, pues estas prácticas educativas responden a representaciones que definen la diferencia como “sin valor”, “devaluada”, “improductiva”, “desviada”, “rota”.

Discapacidad 2

El espacio de dominación, legitimado y reproducido por la escuela, se convierte en un espacio de aprendizaje con programas educativos adecuados, donde todos participan y se sienten partes fundamentales. Esto ha de resultar en que todos los niños y las niñas aprendan juntos, sin requisitos para el ingreso ni mecanismos de selección, procurando la garantía del acceso a la educación, lo que supone una transformación teórico-conceptual y práctica sobre el modelo educativo y su implementación.

La educación inclusiva es entendida como un proceso social estrechamente vinculado a la inclusión social, en tanto que se plantea como objetivo reducir las brechas y eliminar la exclusión social derivada de comportamientos y actitudes vinculadas a la diversidad en función de la discapacidad, la clase social, la religión, el género (ibid.). Asimismo, la educación inclusiva es considerada un derecho, con implicancias sustantivas para todas las personas en situación de discapacidad.

Esta perspectiva se distancia de aquellas explicaciones que vinculan el fracaso escolar a las características individuales y familiares del niño o de la niña. El foco se coloca en el contexto, entendido como el generador de barreras sobre las cuales se despliegan las dificultades y los obstáculos que dificultan el aprendizaje y la participación. La noción de barreras permite interpelar, por ejemplo, en torno a la escasez de recursos, de formación, a la existencia de métodos de enseñanza transmisivos o de prácticas educativas segregacionistas. Estas barreras se traducen en fronteras y límites que suponen impedimentos concretos en la presencia, la participación y el aprendizaje, de modo que su identificación se vuelve trascendental para la construcción de un espacio educativo en potenciador del aprendizaje colectivo (cf. Echeita y Ainscow, 2011; Skliar, 2017). Sin embargo, la participación de la niñez en los espacios educativos ha estado sujeta a las disposiciones adultas respondiendo a una mirada adultocéntrica que procura colocar en roles protagónicos únicamente a adultos, a unos determinados adultos (no jóvenes, de posición socioeconómica favorable, de occidente). La niñez es producida y definida, en última instancia, por sujetos provenientes del mundo adulto. Así, las preocupaciones y ocupaciones en torno al mundo de la niñez han sido históricamente definidas por los adultos (cf. Sosenski, 2015; Sosenski y Jackson, 2012). Los vínculos entre adultos y niños y niñas están atravesados por relaciones de dominación que se basan en aquello que está considerado como adultez y lo que está constituido por niñez. El adulto- centrismo, como categoría, refiere a relaciones de poder de quienes se sitúan en la mayoría de edad por sobre quienes se posicionan en la minoridad. Es constituido por un conjunto de representaciones e imaginarios sociales que naturalizan la adultez como potente, preciada y con capacidad de control, al tiempo que legitiman la adultez como único destino de la niñez, lo que permite la reproducción de relaciones de dominación asimétricas y constriñe las posibilidades de desplegar relaciones de tipo colaborativo (cf. Duarte Quapper, 2016).

El modelo social de la discapacidad en educación implica la incorporación de un enfoque donde prime la construcción social de la niñez en situación de discapacidad. Esto supone considerarlos como sujetos de derecho que vivencian múltiples, diferentes y desiguales tránsitos, de modo que se vuelve fundamental considerar los aspectos contextuales (sociales, políticos, económicos, culturales, ideológicos) y situacionales de cada época histórica concreta, sin desconocer además las relaciones de dominación y poder que se transversalizan en cada espacio social.

Si bien la educación de la niñez en situación de discapacidad ha estado atravesada por abordajes principalmente excluyentes y segregacionistas, estas concepciones y prácticas educativas se han interpelado en los últimos años colocando el foco en el reconocimiento de la diversidad, la incorporación de diversas formas de aprendizaje y de enseñanza donde la democratización en el acceso y la permanencia en la educación se han ido transformando en la finalidad. Sin embargo, las representaciones y prácticas educativas que trasciendan miradas tradicionales e individualistas en torno a la discapacidad han de modificar lo instituido al tiempo que habiliten y reconozcan, simbólica y materialmente, las múltiples formas de ser y de habitar el mundo.

 

Reflexiones finales

Es posible sostener que el concepto de discapacidad es relacional, situacional y contextual. La discapacidad como categoría se va constituyendo mediante la creación de significados sociales, es un producto social que está en permanente construcción en el cual se yuxtaponen concepciones y prácticas heredadas que tienen implicancias no solo en las formas de ser y de estar, sino también en las relaciones que se establecen entre unos y otros. En este escenario conviven y coexisten diferentes modelos de la discapacidad, que van delineando el conjunto de representaciones y de prácticas sociales que se despliegan en torno a ella.

Por un lado, la discapacidad desde el enfoque individual hace referencia a la rehabilitación a partir de una postura médica, basándose en cuerpos deficitarios que requieren reparación. Este enfoque remite a los sujetos como objetos de asistencia, los cosifica para su reparación, situándolos en una condición de desigualdad que es entendida como natural. Sin embargo, depositar en la singularidad de cada sujeto la responsabilidad de adaptarse a las exigencias del entorno, implica negar la producción sistemática que la sociedad genera en torno a los procesos de desigualdad mediante los cuales sitúa a aquellos definidos como diferentes en situaciones de dominación y de opresión. Por otro lado, desde un enfoque social, la discapacidad es considerada producto de las múltiples interacciones sociales; es una construcción social que reconoce las desigualdades estructurales que sitúan a sujetos concretos en situaciones de dominación y opresión. Este enfoque pone en tensión el carácter natural de la discapacidad al tiempo que destaca su aspecto social, colocando el foco en el contexto social que la provoca.

En un contexto de fragmentación social con dinámicas que se instalan como expresión de una educación excluyente, un gran conjunto de niños y niñas en situación de discapacidad permanecen en el sistema educativo a pesar de experimentar dificultades y obstáculos en el proceso de aprendizaje. Las propuestas pedagógicas generalmente giran en torno a miradas segregacionistas y excluyentes (clases diferenciales, de apoyo, adecuaciones curriculares, escolaridad compartida o doble escolaridad en escuela común y especial, etc.). Se vuelve necesario fortalecer la educación en la diversidad, en el hecho de “estar juntos”, de compartir, de elegir, respetando las singularidades y la construcción de diferentes subjetividades. Esto implica velar por la educación como derecho y considerar la educación como proceso social.

Cabe preguntarse de qué manera la educación, como facilitadora en la construcción de subjetividades en la niñez, logrará transformar la experiencia de “ser niño” en “las múltiples maneras de transitar la niñez”. Si bien en las últimas décadas se ha pro- curado “darle voz” a la niñez, las prácticas y los discursos que se reproducen desde el Estado no permiten identificar y reconocer estas voces. El Estado, orientado por una visión adulta, estructura, da forma y contenido a las formas de “ser niño”, “el niño no puede hablar” y sus roles obedecen a mandatos impuestos por los adultos. En este contexto, aquellos niños y niñas que no se adecuan a los roles esperables son señalados, marginados y expuestos a procesos de desigualdad.

La disputa entre niñez y adultez es silenciosa; y cuando está atravesada por la discapacidad se vuelve invisible y más profunda. Así, el rol de la educación se vuelve clave en la construcción de ciudadanía social para la niñez, tiene un papel central en la redistribución y en la mitigación del impacto de las desigualdades. Se vuelve imperioso un ejercicio reflexivo donde se coloque el foco en las desigualdades y exclusiones que ubican en condiciones de vulnerabilidad a la niñez en situación de discapacidad, y que ponen en jaque el ejercicio de su ciudadanía.

La construcción de ciudadanía y democracia se establece a partir de premisas de igualdad, justicia, respeto y promoción de la diversidad. En este punto, la responsabilidad es colectiva. Los avances en el plano normativo requieren, necesariamente, ser acompasados por cambios culturales que habiliten acciones concretas en pos de una sociedad y, particularmente, de mayores oportunidades y posibilidades para la niñez en situación de discapacidad. Es tarea del Estado resignificar la niñez. Para ello se vuelve imprescindible la generación de un diálogo articulado con los diferentes actores de la sociedad, poniendo énfasis en las voces de los niños y las niñas, a los efectos de habilitar transformaciones sociales tanto en el plano de lo discursivo como en el plano de lo material.

 

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