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Julio del 2018
Pensar, organizar y transformar la enseñanza: proyectos y desarrollo curricular
PLANIFICAR CURRICULO
PLANIFICACION

Guillermo Pérez Gomar

Guillermo Pérez Gomar

Sociólogo (UdelaR). Especialista en Gestión de Centros Educativos (UCU). Doctor en Pedagogía (Universitat de Valencia, 2002). Docente en IINN (CFE).

Pensar, organizar y transformar la enseñanza: proyectos y desarrollo curricular
Pensar, organizar y transformar la enseñanza: proyectos y desarrollo curricular

Año a año nos enfrentamos a la situación de planificar nuestras clases. Invertimos mucho tiempo en pensar actividades y tareas para los alumnos, que suponemos serán el vehículo para lograr ciertos objetivos. También pensamos estrategias de evaluación a efectos de conocer su alcance. Diagnosticamos puntos de partida de nuestros estudiantes que se traducen en “presencia o ausencia” de ciertas capacidades, habilidades, de ciertos saberes. Coordinamos y compartimos ideas con nuestros colegas. Es decir, ejercemos un trabajo cuyo eje lo constituye lo que llamamos currículo. Ahora bien, ¿cómo organizamos la enseñanza, bajo qué modelos?, ¿cómo vinculamos la forma en la que planificamos con el desarrollo de la profesión y del propio currículo?, ¿qué relaciones establecemos con el conocimiento?, ¿qué caminos recorrer para apropiarse del currículo y desafiar la separación que aún existe entre expertos y docentes de las escuelas, a efectos de provocar experiencias educativas que valgan la pena y den sentido a nuestras prácticas?

Este texto pretende plantear algunas reflexiones e ideas a modo de hipótesis para pensar estas relaciones y las posibilidades de renovación pedagógica, en el entendido de que el currículo puede tomarse como “problema” para experimentar “soluciones”, evaluarlas y reflexionar sobre ellas.

 

Problematizar el currículo a partir de lo que vale la pena hacer

En términos amplios se puede afirmar que el currículo es la herramienta de trabajo de los docentes, y es una respuesta posible a las preguntas sobre qué enseñar, cómo y por qué. Constituye una solución provisional al problema profesional/educativo al que nos enfrentamos cuando nos planteamos la acción de enseñanza.

Como herramienta suele convertirse en un instrumento o método que prioriza el “cómo se hace” a través de los materiales, el conjunto de actividades y las posibles instrucciones de uso asociadas que se pretende que el docente aplique, ya sea porque “resultan” o porque se consiguen los resultados de aprendizaje. El libro de texto y los manuales con un “paso a paso” son el mejor ejemplo de esto. Son bien conocidos los cuadernos para docentes donde se explican los temas, para que ellos, a su vez, puedan explicarlos y plantearles ejercicios a los alumnos. Cuando no “funciona” un método demandamos otro, y así se aprende poco de la experiencia porque la herramienta no nos lo permite. Esto sucede principalmente por dos razones: por entender el sentido de la práctica de enseñanza en forma de objetivos a lograr; y por ofrecerle al docente un currículo que actúa por sí mismo como solución a los problemas, por lo que se espera que lo aplique en clase.

Pero, además, el currículo tiene un poder regulador del conocimiento y de las prácticas pedagógicas. Si lo entendemos como «una selección regulada de los contenidos a enseñar y aprender que, a su vez, regulará la práctica didáctica que se desarrolla durante la escolaridad» (Gimeno Sacristán, 2010:22), posee entonces un control que se ejerce desde el exterior al regularse a través de un orden secuencial: las unidades se ordenan en contenidos; y estos, en grados o clases escolares.

Sin embargo, bien sabemos que el currículo es mucho más que los contenidos de un programa. Desde un enfoque procesual se suelen distinguir diferentes instancias curriculares: el currículo oficial o prescripto (el programa), la interpretación que realiza el docente (currículo interpretado) y los materiales curriculares, el que se realiza en la práctica situada, los efectos educativos reales que produce (incluido el currículo oculto) y, finalmente, los efectos comprobables y comprobados (evaluación de resultados) (Grundy, 1998)[1]. Por esto corresponde pensarlo más en términos de cultura que de conocimientos: es una selección valiosa de la misma, que la educación reproduce (otra cosa es qué se reproduce y cómo se realiza dicha reproducción, y con qué metodología se enseña y se aprende).

Un currículo entonces no tendría que entenderse como un conjunto de actividades a realizar, sino como un espacio donde experimentar sobre los problemas educativos que la propuesta intenta abordar. Esto es, significarlo como una hipótesis de trabajo, un conjunto de posibilidades que ayuden al docente a aprender y reflexionar sobre su rol y sus condiciones de ejercicio profesional. Es un escenario y una estrategia para que avance en la comprensión y resolución de problemas (Contreras Domingo, 1994). En definitiva, se trata de un currículo con el que aprender, y no al que obedecer, que promueva la posibilidad de mejorar la práctica educativa, y no tanto de normarla.

Por otro lado, todo currículo requiere de cierta planificación que integra al menos dos operaciones: una de representación (una idea de realidad y de los valores sociales a transmitir; es lo que conocemos como “diseño curricular” y generalmente se asocia al concepto de planificación), y otra de acción (los procesos necesarios para cambiar dicha realidad, el “desarrollo curricular”). Por eso, planificar significa tomar decisiones sobre lo que queremos lograr y lo que haremos para ello, y reflexionar sobre por qué queremos lograr eso y las acciones que establecemos.

Esto último implica respuestas colectivas, y una narrativa entendida como visión sobre la educación, que nos impulse a actuar. Puede decirse que, actualmente, la narrativa moderna o progresista cuyo pilar es la esperanza está en crisis, y otras ganan espacio. Por ejemplo, la cultura de la evaluación: mostramos más preocupación por la evaluación –tanto interna como externa– que por la relevancia del conocimiento o las maneras de aprender. O la cultura del informe, que  tiene que ver con el desarrollo de una literatura sobre el sistema educativo en general o alguna de sus partes, que nos enseña a mirar los problemas en el marco de la globalización de las políticas educativas. O la narrativa de la innovación permanente a través de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC). En este contexto, la reflexión sobre los factores pedagógicos que inciden en mejorar y transformar el estado de las cosas es más necesaria que nunca. Por esta razón, planificar el currículo es problematizarlo a través de la pregunta fundamental sobre lo que vale la pena hacer.

 

[1] A toda concepción del currículo le corresponde una del trabajo docente, es decir, cómo entendemos las relaciones entre teoría y práctica. Estas cuestiones, entre otras, son abordadas por la teoría del currículo en sus diferentes perspectivas (teorías tradicionales, teorías críticas –donde encontramos los múltiples trabajos de M. Apple, H. Giroux y B. Bernstein–; teorías poscríticas –pedagogía feminista, multiculturalista, poscolonialista, posestructuralista, estudios culturales, entre otros–). Al respecto, véase Tadeu da Silva (2001).

 

Ámbitos de planificación y práctica pedagógica

El currículo se planifica en distintos ámbitos. En primer lugar, el político-administrativo, que corresponde al sistema educativo y elabora el currículo básico o el marco común; es el nivel de la política curricular. En segundo lugar encontramos el ámbito del centro, que trata de la planificación institucional. Por último ubicamos el ámbito del aula, que constituye el espacio privilegiado de la práctica, donde se realiza la programación de la clase cuyo proceso suele ser: reflexión sobre objetivos, selección y secuenciación de contenidos; selección de actividades o tareas, materiales y recursos; y evaluación tanto de los estudiantes como de las prácticas curriculares. A estos tres niveles podemos agregarles otro de singular importancia: el de los materiales y libros de texto para la enseñanza (Gimeno Sacristán, 1992).

Desde la política curricular de la década de los noventa y al influjo de la reforma educativa española se distinguieron diferentes niveles de concreción curricular, que articulan esos ámbitos. En el caso de Uruguay con­vivieron diversos enfoques: se impulsaron planes y programas, proyec­tos de centro, proyectos disciplinares e interdisciplinarios. También en esa década se le dio un fuerte impulso a la planificación institucional con énfasis en la gestión del centro, desde un paradigma estratégico (el llamado Proyecto Pedagógico Institucio­nal u otras denominaciones).

En la actualidad sobreviven algunas de esas estrategias y herramientas de planificación, aunque nos enfrentamos a un escenario de dispersión tanto terminológica/conceptual como de niveles y de campos de planificación. Así, se impulsa el diseño de un Plan Nacional de Edu­cación (campo políticas educativas), la construcción de perfiles de egreso o marco curricular común (campo diseño curricular), el proyecto curricular de centro (ídem), el desa­rrollo de competencias (estrategias de enseñanza), etcétera[1].

En el nivel de planificación de aula son conocidos los dos principales modelos o perspectivas. Por un lado, los denominados tecnológicos que se sostienen en una racionalidad técnica, cuyo precursor fue Tyler (1973). La prescripción de los objetivos es el elemento clave y el proceso consiste en formularlos, seleccionar experiencias y actividades de aprendizaje, organizarlas, y evaluar resultados. Las fuentes o bases para definirlos son las psicológicas, las sociales, y los contenidos. Este modelo evoluciona en la propuesta de Gagné (1973) (en referencia a la planificación de destrezas o capacidades, organizados en una taxonomía de base psicológica) y en la pedagogía por objetivos (objetivos operativos que se expresan en términos de conducta esperada), donde siguen siendo el elemento casi suficiente para planificar. De ahí, el desarrollo de taxonomías o lista de tipos de objetivos (Bloom, 1973).

Este suele ser el enfoque dominante en la planificación didáctica donde se forma a los docentes en realizar planificaciones de aula (consiste en la selección de objetivos generales, los específicos –a partir de las taxonomías–, los operativos –verbos de conducta–, y criterios de evaluación). Se desarrolló principalmente por su pretensión de cientificidad, objetividad y relativa sencillez (Gimeno Sacristán, 1982), y por el proceso de psicologización de la educación. Hoy renace en la pedagogía por competencias[2].

Por otro lado se distingue el enfoque práctico, con sus derivaciones críticas: la propuesta de Stenhouse (1984) del currículo como hipótesis y la de Schön (1992) del profesional reflexivo, que es capaz de dar respuesta a problemas no previstos y situados en prácticas concretas, y de establecer grandes metas y principios más que especificar conductas concretas. La planificación se entiende como una propuesta abierta que opera como guía y es modificable en la práctica a través de la reflexión y el conocimiento de los alumnos y sus experiencias, integrando diversidad de recursos. Para el enfoque práctico, la investigación docente es clave.

A su vez, las investigaciones sobre la planificación didáctica nos ilustran respecto a lo que hacen los docentes cuando planifican, sus funciones y modelos. Sabemos que no hay uno lineal, que los planes o programas orientan, que la actividad es lo central, cuáles son los factores internos y externos que intervienen en dicho proceso, y que los docentes poseen diferentes concepciones sobre planificación. Sabemos también que el modelo de planificación condiciona la práctica, por eso a veces el problema no es tanto lo que hacemos y cómo lo hacemos, sino fundamentalmente cómo planificamos lo que hacemos, lo que implica un cambio de perspectiva para pensar la planificación[3].

Además, la planificación ocupa un espacio privilegiado en la literatura pedagógica, quizás bajo la hipótesis de que una buena enseñanza comienza en una buena planificación escrita, o que una buena planificación es condición necesaria para una buena enseñanza[4]. Mi hipótesis de partida es diferente: sostiene que todo lo que valoramos positivamente de lo que sucede en el aula (el trabajo bien hecho, los aprendizajes, los vínculos) es un acontecimiento que no sale de un texto bien escrito, sino fundamentalmente de un pensamiento y una reflexión colectiva fundamentada en el propio trabajo y experiencia. Por eso, planificar el currículo significa más que establecer objetivos, contenidos, métodos y criterios de evaluación: es pensar y tomar decisiones fundamentadas que valgan la pena, sobre situaciones cotidianas que suceden en la escuela y sobre lo que esta enseña, lo que tiene carácter de proyecto público.

De ahí que la clave es alterar la relación currículo-docente y sus componentes: los materiales, los libros de texto, la conformación del puesto de trabajo y la formación permanente –donde los cursos individuales o las investigaciones externas no parecen ser el mejor camino–. No se trata de cambiar el currículo, sino de crear espacios de experimentación donde la planificación sí puede tener mucho que ver. Es preciso concebir el desarrollo curricular centrado en la investigación del docente, porque la estrategia de planificación alternativa al modelo de objetivos de conducta, habilidades, competencias es aquella que nos sirve para pensar, debatir y justificar lo que hacemos, lo que podemos y nos proponemos hacer en el aula y en la escuela. Para establecer lo que vale la pena.

 

[1] En la década de los noventa fue evidente la influencia de consultores y académicos españoles, hoy suelen ser argentinos. Esto, tanto por los procesos de globalización de las políticas educativas como por las afinidades personales de los tomadores de decisiones y los círculos académicos a los que pertenecen, dándose cierta endogamia entre el campo académico y el de las decisiones políticas. En todo caso, casi siempre sucede que algunos expertos colaboran en pensar las estrategias de planificación con la intención  de que se plasmen en las prácticas. Claro que estas son difíciles de cambiar, más allá de los diferentes enfoques de diseño curricular.

[2] Al respecto, desarrollo algunas ideas en Pérez Gomar Brescia (2014).

[3] Si bien la enseñanza no es predecible (es un acontecimiento), la metodología didáctica y sus procedimientos explícitos suelen ser un intento de prescribir una práctica. Tómese como ejemplo el llamado “método Singapur” de enseñanza de las matemáticas y lo que incluye: libros de texto, actividades para el aula, distribución y venta de materiales a través de una editorial multinacional, instancias de formación para docentes y padres.

[4] Supuesto que parecería a veces domina las prácticas de formación docente cuando se observa el tiempo que insume la planificación en el estudio semanal de las estudiantes y la cantidad de planificaciones que realizan en un año de práctica.

Proyectos curriculares como estrategia de diseño y desarrollo del currículo escolar

Creo que el desafío mayor consiste en situar el problema de la planificación en la escuela y no exclusivamente en el aula, ya que es el espacio privilegiado para generar e implementar propuestas de cambio educativo y para el desarrollo profesional docente. Es el nivel intermedio de concreción curricular donde se pueden pensar colectivamente algunas líneas metodológicas, actividades generales, coordinar contenidos (en diálogo con marcos curriculares más amplios que emanan del sistema) y criterios de evaluación. Por eso asumo una definición amplia de currículo: conjunto de vivencias y experiencias de aprendizaje que el centro propone a los educandos y a la comunidad, lo que se asocia directamente con la idea de la escuela como proyecto cultural público.

Se trata entonces de intentar cambiar la mirada sobre la planificación curricular y construir un proyecto curricular en y de la escuela, a partir de lo que nos preocupa. Identificar problemas[1], que necesariamente son curriculares según la definición amplia que propongo, y desde allí generar información, experimentar posibles soluciones y producir conocimiento pedagógico. Lo que al mismo tiempo configura un proceso colectivo de formación docente en el centro como forma de desarrollo y mejora del currículo, que moviliza procesos de reflexión e indagación. Este enfoque es similar a la corriente anglosajona del desarrollo curricular basado en la escuela[2], que retoma la herencia de Stenhouse (1984) de la investigación-acción como estrategia para la mejora del currículo[3].

Desde esta perspectiva, un proyecto curricular es una propuesta teórico-práctica de investigación y desarrollo del currículo que sugiere un modelo de escuela, y una forma de seleccionar y valorar procesos y productos culturales[4]. Su punto de partida puede ser un marco curricular más general o también un problema vinculado con la práctica cuyo abordaje tiene sentido para los docentes como, por ejemplo, con relación a los aprendizajes o trayectorias continuas de los alumnos. Puede englobar tanto un ciclo o nivel educativo, como toda la escuela.

Entre sus componentes es posible distinguir[5]: a) una justificación y fundamentación; b) el aterrizaje curricular y organizativo de esa fundamentación (finalidades, selección y secuenciación del contenido curricular, las macro-actividades, sus implicaciones en la organización escolar: trabajo en equipo, participación de la comunidad, protagonismo de los alumnos, democratización en la toma de decisiones); c) las unidades curriculares y didácticas (el momento de concreción de los denominados contenidos); d) un programa de formación e investigación de docentes en la escuela, que acompañe su implementación y permita la reflexión y la producción de información al respecto; e) la evaluación del proyecto. En su elaboración participan equipos interdisciplinarios junto a los docentes, que son los principales protagonistas[6]. La metodología de trabajo es ampliamente participativa, con vistas a que se convierta en un proceso de autorreflexión en orden a “conocer para cambiar”.

Ahora bien, ¿cómo evaluar lo que se planificó e implementó, en un contexto de creciente obsesión por los resultados de los aprendizajes –y su principal instrumento, las pruebas diagnósticas–? En el caso de la evaluación de un proyecto curricular, su importancia tiene que ver principalmente con la posibilidad de fortalecer las instancias de reflexión colectiva para mejorar las prácticas y, por supuesto, desarrollar y transformar el currículo de la escuela. El foco estará en los fundamentos e intenciones educativas y en cómo se integraron en la propuesta de trabajo. Por eso se requiere un enfoque coherente con la concepción del currículo como proceso, que deje de lado las presiones del exterior y las lógicas tecnoburocráticas que a veces limitan las posibilidades de la planificación curricular.

Para ello es preciso considerar algunos aspectos. En primer lugar, los verbos que utilizamos al momento de establecer lo que aspiramos lograr nos tienen que permitir construir indicadores que ayuden a valorar su alcance. Por otro lado, podemos combinar estrategias colectivas (para la escuela) con estrategias individuales (mi clase), y podemos recurrir a una variedad de herramientas. En todo caso, lo importante es pensar un proceso de evaluación que contribuya a producir información que el colectivo valida y que, además de posibilitar poner a prueba nuevas hipótesis, fortalezca el sentido de las prácticas pedagógicas colectivas de la escuela involucrada.

Desde esta perspectiva, la estrategia que entiendo más adecuada es la que se vincula a las corrientes de autoevaluación institucional. Diferentes enfoques nos ayudan a pensarla y trascender los modelos propios de los procesos de “calidad” como, por ejemplo, la evaluación democrática (MacDonald), el estudio de caso (Stake), la evaluación democrática deliberativa (House y Howe), la autoevaluación escolar (Simons)[7]. A partir de estas y otras propuestas podemos imaginar un “modelo” para evaluar el proyecto curricular, lo que también hace a nuestra capacidad de construir autonomía[8]. No hay un único modelo o uno mejor que otros: hay que crearlo según nuestras finalidades (por supuesto que contenga fortaleza y rigurosidad metodológica) y esto es parte del proceso de planificación del proyecto. Sobre el cual, además, apunto lo que detallo a continuación.

 

[1] Si pensar un proyecto es una práctica de planificación en un centro con el objetivo de generar cambios a partir de problemas institucionales cuyo eje se encuentra en lo pedagógico, entonces será preciso considerar algunos elementos de la teoría de la planificación, de la gestión educativa, de la organización escolar y, por supuesto, de la teoría del cambio educativo. Algunas de estas cuestiones y una metodología concreta a partir de la experiencia en liceos de todo el país, puede verse en Pérez Gomar Brescia (2016).

[2] Para un panorama aún vigente de las relaciones entre teoría, práctica y desarrollo del currículo, véase Escudero Muñoz (1999).

[3] Esto no es novedoso, por supuesto. Pero tengo la impresión de que conocemos estas ideas más por instancias académicas que por las prácticas escolares. Habrá que repensar estas propuestas aún vigentes desde la idea de considerar la escuela como eje del desarrollo curricular y, por lo tanto, de renovación pedagógica (que incluye la investigación que es deseable, pero sobre todo posible). La creación de una nueva institucionalidad para la formación docente puede ser una oportunidad para ello, donde podamos concretar mayores niveles de integración en estos temas entre las instancias prácticas y las denominadas “teóricas” (no solo en el campo didáctico), y diferentes dinámicas formativas y de investigación.

[4]  Véase Martínez Bonafé (1997).

[5] Tomo como base mi experiencia con la propuesta del Movimiento de Renovación Pedagógica de Valencia (España), una de cuyas referencias conceptuales es el conocido Humanities Curriculum Project que llevó adelante el propio L. Stenhouse.

[6] De lo que se deriva otra afirmación: si se quiere transformar el currículo es preciso transformar la dirección de los centros. Desarrollo esta idea en Pérez Gomar (2015).

[7] Entre otros, véase MacDonald (1985), Simons (1995 y 1999), Stake (2006), House y Howe (2001).

[8] Entendida como «una cualidad relacional que sólo puede definirse con precisión para cada caso situándola en un espacio definido por tres parámetros: autonomía de qué o quién, autonomía respecto a qué o quién y autonomía para hacer qué» (Beltrán Llavador, 2010:218).

Algunas condiciones que hacen al proceso de elaboración de un proyecto curricular
  • Es importante que se adapte al contexto: un proyecto situado, lo que significa, entre otras cosas, generar espacios de participación para su elaboración.
  • Adoptar un enfoque de trayectoria continua del alumno, que desafíe las rigideces de la secuenciación de la enseñanza en grados, que respete sus ritmos de aprendizaje más allá del grado al cual formalmente pertenece.
  • Compartir códigos entre los involucrados: sobre el significado de las palabras, sobre el sentido del proyecto (trascender las dimensiones técnicas) y sobre los logros que se esperan alcanzar (el significado de las prácticas pedagógicas y sus resultados).
  • Condiciones de carácter epistemológico: cuestionar la racionalidad do­minante (la del conocimiento académico) y valorar la experiencia docente.
  • Condiciones sobre la cultura profesional: dejar de lado el expertis­mo académico como único fundamento de la práctica (lo que im­plica ser protagonista del desarrollo y cambio curricular).
  • Condiciones de carácter subjetivo: desarrollar el deseo de crear nuestras propias situacio­nes y hacernos cargo de ellas.
  • Resaltar el valor de lo colectivo frente al individualismo posesivo, lo que significa recuperar la responsabilidad colectiva. Ser parte de un proyecto en común en una escuela que genera conocimiento.
A tener en cuenta: problemas y desafíos de la planificación curricular

Por último y a manera de cierre, es posible identificar algunos problemas y desafíos, que hacen al proceso de planificación curricular en el ámbito de la escuela.

1. El enfoque tradicional o técnico (positivista) del currículo siempre se preocupó por pla­nificar, organizar, ordenar y controlar. De alguna manera sostiene la creencia de que la planificación puede controlar la realidad (lo planificado será lo que ocurrirá), cuestión que constituye una ilusión. Por lo tanto parecería no tener mucho sentido insistir con la pedagogía por objetivos y sus resignificaciones actuales, y mucho menos obsesionarse con la evaluación por resultados.

2. Cualquier intento de planificación curricular requiere prestar atención al componente humano. Desde la visión dominante se aplican miradas cuasi conductistas en cuanto a las relaciones humanas y las razones de satisfacción. Es así que fenómenos organizacionales complejos se consideran aspectos controlables o manipulables, como el clima institucional, la motivación, el liderazgo, la toma de decisiones. Todos se convierten en cuestiones “científicas”. Sin embargo existen otras maneras de comprender la vida organi­zacional y, por lo tanto, los modelos y las miradas de la planifica­ción, que derivan de las perspectivas fenomenológicas y críticas. Los puntos clave donde encontramos las mayores diferencias son las concepciones sobre la escuela, el trabajo docente, los problemas de la gestión curricular y las estrategias de evaluación.

3. La implementación de lo planificado es el momento clave, y esto implica alterar ciertas relaciones de poder en la escuela: la relación entre el docente y el currículo prescripto (relación profesional), entre el docente y sus alumnos (relación pedagógica), entre el colectivo y las autoridades más cercanas a la escuela (relación jerárquica y administrativa) y en el proceso interno de toma de decisiones (relación organizacional). Se trata de construir nuevas lógicas en el ejercicio del poder para que sea viable otra manera de entender, desarrollar y transformar el currículo en situaciones educativas particulares. Y sobre todo, para fortalecer el sentido pedagógico de la práctica: lo que vale la pena hacer.

4. Elaborar un proyecto curricular implica construir saberes sobre la institución, sobre la escuela en la que trabajo, cuestión que trasciende la información sobre nuestros alumnos, que podemos obtener a través de alguna herramienta de diagnóstico. Esta puede ser valiosa e importante para identificar problemáticas globales que nos ayuden a pensar el currículo para atenderlas, pero un proyecto requiere además una mirada global de la escuela en otras dimensiones que también forman parte de su propuesta cultural. Corresponde preguntarse entonces: ¿qué aporta la formación docente para pensar en términos institucionales?, ¿es esta una formación exclusiva para quienes ejercen roles de dirección?, ¿qué necesita saber un docente sobre la organización escolar para poder pensarla y pensarse?

5. El principal desafío es cómo romper con la confluencia de tres elementos: una organización escolar que se sostiene en el concepto de educación por grados, el currículo como secuencia, una pedagogía que entiende la enseñanza principalmente como práctica de instrucción (Contreras, 2010). La modificación de uno puede desestructurar los otros dos, pero lo más seguro es que estos restauren el modificado. Por lo tanto, para que sean posibles otras estrategias de planificación curricular habrá que transformar al mismo tiempo aspectos organizacionales, curriculares y las concepciones pedagógicas subyacentes en el formato actual de la escuela y en sus docentes.

6. Finalmente, quienes educamos tenemos la responsabilidad de reflexionar, investigar y buscar estrategias para que nuestra práctica sea educativa. La posibilidad de planificarla significa un espacio de intervención, y las maneras como planificamos dicen mucho sobre cómo entendemos el rol docente. Los proyectos curriculares pueden ser una oportunidad para discutir los problemas educativos, y diseñar estrategias para su abordaje en escuelas y situaciones concretas. Implican también tomar decisiones sobre qué cultura y qué saber queremos, para qué escuelas. Estas tienen que tratar de hacer lo que es posible más que lo que es necesario según las estadísticas y la excesiva presencia de la cultura de la evaluación, lo que es repensar la interacción entre currículo, pedagogía y evaluación (Ball, 2016).

 

Referencias bibliográficas
Referencia bibliográfica
PÉREZ GOMAR BRESCIA, Guillermo (2016): Guía metodológica para la elaboración de proyectos/planes de acción participativos en centros de enseñanza secundaria. Montevideo: CES/UNICEF. En línea: http://pmb.aticounicef.org.uy/opac_css/doc_num.php?explnum_id=154
SCHÖN, Donald A. (1992): La formación de profesionales reflexivos. Hacia un nuevo diseño de la enseñanza y el aprendizaje en las profesiones. Barcelona: Ed. Paidós.
SIMONS, Helen (1995): “La autoevaluación escolar como proceso de desarrollo del profesorado: en apoyo a las escuelas democráticas” en AA.VV.: Volver a pensar la educación (Vol. II). Madrid: Ed. Morata.
SIMONS, Helen (1999): Evaluación democrática de instituciones escolares. Madrid: Ed. Morata.
STAKE, Robert E. (2006): Evaluación comprensiva y evaluación basada en estándares. Barcelona: Ed. Graó.
STENHOUSE, Lawrence (1984): Investigación y desarrollo del curriculum. Madrid: Ed. Morata.
TADEU DA SILVA, Tomaz (2001): Espacios de identidad. Nuevas visiones sobre el currículum. Barcelona: Octaedro.
TYLER, Ralph W. (1973): Principios básicos del currículo. Buenos Aires: Ed. Troquel.