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Abril del 2025
Las invisibles de la historia
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Ana María Novo Borges

Ana María Novo Borges

Maestra. Magíster en Educación. Psicóloga.

¿Qué sabemos de la participación de la mujer en nuestro proceso de independencia?

En un año en el que se conmemora el bicentenario de acontecimientos relacionados con el proceso de independencia de nuestro país, como la batalla de Sarandí, el desembarco de los Treinta y Tres Orientales o la propia Declaratoria de la Independencia, surgen innumerables reflexiones vinculadas al rol que desempeñaron los diversos actores.
Una de ellas refiere al rol que desempeñaron las mujeres durante este proceso y su participación en las diferentes acciones militares. El material que documenta el lugar que ellas ocuparon es escaso. La historia las silenció y las volvió invisibles. En la mayoría de los cuadros que representan hechos de la época solo figuran hombres. Tal es el caso de la Batalla de Sarandí, el Desembarco de los Treinta y Tres Orientales o la Declaratoria de la Independencia.

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Sin embargo, encontramos presencia femenina en las representaciones de la Batalla de Las Piedras
y del Éxodo del Pueblo Oriental.

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Los cuadros que ilustran acontecimientos de la época son representaciones realizadas por pintores a partir del estudio de diferentes documentos que describían o permitían imaginar aquella realidad.
Al observarlos surgen preguntas como: ¿Por qué en algunos cuadros aparecen mujeres y en otros no? ¿En qué tipo de acontecimientos históricos se las representa? ¿Cuáles son las tareas que están haciendo? ¿Son mujeres campesinas, afrodescendientes o de la alta sociedad las que se representan en las pinturas de la época?
Es necesario recurrir a estas y otras preguntas para recomponer el verdadero rol que desempeñó la mujer en el proceso por nuestra independencia y avanzar hacia la comprensión del lugar que hoy ocupa en la sociedad.

Lo mismo sucede con los documentos y libros de historia que solo hacen referencia a caudillos héroes y personajes masculinos, aunque en algunos de ellos se realizan escuetas referencias a la presencia femenina.
¿Es esta una imagen real de esos acontecimientos? ¿Es que realmente las mujeres no intervinieron
en el proceso de emancipación de nuestra patria? Las mujeres que se nombran en los diferentes relatos, ¿por qué aparecen?
Si nos detenemos a analizar lo que narran los libros de historia con respecto a las mujeres destacadas que participaron en ese proceso, veremos que se trata de mujeres blancas, montevideanas y pertenecientes a clases sociales altas. Tal es el caso de Josefa Oribe, Ana Monterroso de Lavalleja y Bernardina Fragoso de Rivera, cuya participación no parece estar bien vista en aquella sociedad ya que se las tilda de subversivas, tupamaras o poco femeninas. En cambio, cuando las que se mencionan participando en la lucha proceden del medio rural, son criollas, campesinas o esclavas liberadas merecen otro tipo de consideración y se las destaca por su valentía, arrojo y capacidad de lucha. Tal es el caso de quienes formaron parte de las “Lanceras de Artigas”, un grupo de mujeres organizadas por José Gervasio Artigas que lucharon con él empuñando lanzas, y movilizando a muchas y muchos para armar un escudo protector y de ataque.

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Las mujeres estuvieron siempre en la lucha como combatientes y no solo asistiendo heridos. Juana Bautista fue una descendiente indígena nacida en Córdoba que adquirió fama por su coraje y su participación en el grupo de las lanceras del ejército artiguista. María Aviará, conocida como “La China María”, fue la primera lancera caída en 1811 en Paysandú. A Soledad Cruz, una lancera negra de gran bravía, se la recuerda porque según cuenta la leyenda tenía amores con un lobizón que la protegía. Victoria “La Payadora” se acercó con su voz a cantar cielitos desafiantes a los enemigos durante el Sitio de Montevideo. Finalmente, Melchora Cuenca fue quizá la lancera más reconocida por haberse casado con Artigas y haber tenido descendencia con él.
¿Por qué no se visibiliza la participación de las campesinas, las indígenas y las esclavas? ¿Es que ellas no intervinieron? ¿O sus voces y sus imágenes se volvieron invisibles a los ojos de los historiadores? 

Tal como lo narra la historia, una vez alcanzada la independencia se consolidaron las figuras de héroes como Juan Antonio Lavalleja, José Gervasio Artigas y otros que, si bien no alcanzaron el mismo renombre, figuran en documentos y crónicas de la época.
Es a fines del siglo XX cuando comienzan a tener registro las primeras imágenes femeninas en el proceso emancipatorio y generalmente están vinculadas a la organización de tertulias que contribuyeron a la difusión de una determinada ideología, y a la recaudación de fondos e insumos destinados a quienes participaban directamente en la lucha armada. Al parecer fueron muy pocas las que tomaron parte en esas luchas y menos aún las que se convirtieron en heroínas.
¿Fue esto real? ¿La participación de las mujeres solo estuvo vinculada a ese tipo de eventos?

El surgimiento del proceso revolucionario generó una fuerte sacudida a nivel poblacional, tanto en las ciudades como en la campaña, donde la organización familiar se vio alterada por la movilidad de los hombres que pasaron a formar parte de las filas militares y especialmente la partida de los varones más jóvenes. Es así que la ausencia permanente o temporal de los hombres pasó a ser un factor importante en la dinámica familiar y principalmente en el rol que comenzaron a desempeñar las mujeres no solo como jefas de familia, sino también al frente de negocios rurales o comerciales.
El registro de estos cambios es prácticamente inexistente, permaneció en el orden doméstico y
únicamente se transparenta en algunos escritos y cartas de la época. No obstante, la guerra motivó la reubicación de los diferentes integrantes de la familia y la reorganización de los roles de género a partir de un patrón diferente.

La historia muestra que, mientras los hombres participan de la lucha armada, las mujeres los secundan, los asisten y también los reemplazan en diferentes tareas relacionadas con la organización familiar. Es precisamente en medio de esta dinámica donde una generación de niñas
crece y fortalece el rol de la mujer ocupando espacios que antes fueron exclusivos de los hombres,
y principalmente cuidando la retaguardia de los que permanecían en los hogares y de los que partieron al frente de lucha.

Esta imagen de la mujer en los procesos revolucionarios no es exclusiva de nuestro país. En Sudamérica es posible encontrar nombres como los de Micaela Bastidas, esposa de Túpac Amaru, de aguda visión estratégica para la toma del Cuzco. A continuación transcribimos el fragmento de una carta en la cual Micaela reprocha la conducta de Túpac Amaru.

«Chepe mío: [...] Bastantes advertencias te di para que inmediatamente fueses al Cuzco pero has dado todas a la barata, dándoles tiempo para que se prevengan, como lo han hecho, poniendo cañones en el cerro de Piccho y otras tramoyas tan peligrosas, que ya no eres sujeto de darles
avance; y a Dios que te guarde muchos años.– Tungasuca y Diciembre 6 de 1780.»
(Valcárcel, 1971:329-331)}

Otros nombres que se pueden encontrar son Tomasa Tito, cacica de Arcos y Acomayo; Micaela Castro, jefa de los batallones indígenas y esposa de Julián Túpac Catari. Sin embargo, sus aportes y los de otras tantas mujeres han sido silenciados a lo largo del tiempo. Las naciones han construido las imágenes de los próceres de la independencia, que hoy forman parte de los libros de historia y fortalecen la idea de que fueron los únicos forjadores de las repúblicas sudamericanas.

«Para muchas mujeres, las luchas e ideales independentistas representaron una oportunidad propicia para desplegar sus habilidades y destrezas, que eran negadas por la estructura colonial dominante. Además, se despertó en ellas los sentimientos por una igualdad entre los géneros y el inicio de su participación política. A diferencia del Norte, donde tuvieron una participación activa y poco visualizada, en el sur se conoció el rol protagónico que tuvieron las mujeres en diferentes frentes. Este sector ignorado por la historia oficial, fue clave en diversas posiciones, por ejemplo: negociadoras políticas, mediadoras de conflictos, comandantes y dirigentes de batallas, combatientes (por lo general disfrazadas de hombres), consejeras intelectuales, estrategas políticas y militares, espías, mensajeras, propagandistas, y también en roles tradicionales pero muy necesarios como, cocineras, lavanderas y enfermeras.» (Montiel, 2014:24)
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Nuestro país no fue una excepción a la situación de las mujeres del resto de Sudamérica. También aquí existen historias escondidas de mujeres que acompañaron y participaron del proceso revolucionario. Mujeres que se arriesgaron y lucharon desde diferentes lugares en pos de una patria libre, y fueron silenciadas e invisibilizadas a lo largo de la historia. Reflexionar al respecto permite concluir que el dominio del paradigma patriarcal es el responsable de la invisibilización de las mujeres y de la narración histórica que tomó como protagonistas a los caudillos, los héroes o los presidentes, situándolos en el campo de batalla o en los sitios de gobierno. Los historiadores dejan
fuera no solo a las mujeres, sino que eliminan de sus registros entre otros a los indígenas, a los afrodescendientes y a los pobres, sin toma conciencia de la incidencia que esta toma de decisiones tiene en la construcción del imaginario colectivo.
No obstante, el proceso revolucionario representó una oportunidad para trascender los roles de género asignados culturalmente y asumir nuevos lugares. 

Ejemplo de ello es el cambio que se dio en algunos hogares. El compromiso con el sentimiento revolucionario motivó la irrupción de los idearios políticos en los ámbitos privados que se transformaron en espacios de reunión y organización de actividades subversivas, donde se potenciaba la recolección y circulación de información fundamental al momento de planificar acciones subversivas. Esta irrupción de la política en los hogares abrió una puerta para que la mujer se integrara a la organización revolucionaria y, en muchos casos, saliera del ámbito doméstico para asumir diferentes roles y participar en el frente de batalla.
Algunas de esas mujeres que se unieron al proceso revolucionario y cuyos nombres alcanzaron notoriedad fueron Melchora Cuenca, Josefa Oribe, Ana Monterroso de Lavalleja y Bernardina Fragoso de Rivera, entre otras muchas que permanecieron en el anonimato.
Conocerlas y entender por qué se destacaron en la historia ayuda a comprender por qué existen tantas otras que fueron silenciadas y nunca se hicieron visibles a los ojos de quienes la escribieron.

 

Melchora Cuenca

Nació en Paraguay, en 1785. Hija de padre español y madre mestiza, se vinculó con el campamento de Purificación a través de su padre, que traía víveres que la Junta del Paraguay aportaba a los rebeldes. Una vez allí se integró a la causa de las lanceras, y conoció a José Artigas con quien se casó en 1815.
El matrimonio se estableció cerca de Purificación donde construyeron una vivienda en un lugar estratégico, a orillas del río Queguay Grande, cerca del camino de los indios que unía las orillas del Océano Atlántico con el centro de América del Sur, próxima a la base de Artigas en aquella villa y lejos de los peligros provenientes del Río Uruguay. Melchora poseía relativa cultura y educación para la época, lo que le permitió desempeñarse como maestra en la escuela de Purificación.

Luego de abandonar ese lugar, la pareja se dirigió al Queguay, en una zona de montes que Artigas administraba para proveer de sustento a su familia y fue allí donde nacieron sus dos hijos, Santiago (1816) y María (1819).

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Su fuerte personalidad y las discrepancias que mantenía con el caudillo hicieron que no lo acompañara en la huida hacia el Paraguay después de la derrota en la Banda Oriental. Ella permaneció en estos territorios y, como consecuencia de sus ideales y de su relación con
Artigas, se vio sometida a una implacable persecución que le ocasionó serios perjuicios económicos.
En esa situación huyó con su hija María, mientras que Santiago quedó bajo la tutela del entonces General Fructuoso Rivera, primer presidente de la República, quien en 1832 lo agregó a su escolta.
Melchora continuó viviendo en Queguay con su hija y sus nietos, hasta que en 1850 viajó a Buenos Aires para reencontrarse con su hijo. En setiembre de ese mismo año llegó a la vivienda de Santiago un oficial del ejército paraguayo que le informó acerca de la muerte de José Artigas.
Melchora murió en 1872 en la localidad de Concordia, debido a emanaciones de un brasero colocado en su habitación.

María Josefa Francisca Oribe y Viana

Josefa Oribe fue reconocida por su participación en la lucha por la independencia de la Banda Oriental y se transformó en un importante personaje político dentro del Virreinato del Río de la Plata.
Nació en Montevideo el 13 de setiembre de 1789 en el seno de una familia de origen criollo, cuando la ciudad aún formaba parte del Virreinato del Río de la Plata. Era hija del coronel de la marina española Francisco Oribe y de María Francisca Nicolasa de Viana, y nieta de Joaquín de Viana, primer gobernador de Montevideo.
Tal como se acostumbraba en sociedad de la época, la familia de Josefa pactó un matrimonio conveniente para la joven de apenas dieciséis años con Felipe Contucci, un comerciante naviero
portugués, defensor del dominio español del Río de la Plata.

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Portadora de un gran temperamento, se relacionó tempranamente con mujeres alineadas con las ideas revolucionarias como Margarita Viana y Alzáibar, y Ana Monterroso de Lavalleja.
Influida por su abuelo y sus hermanos Manuel e Ignacio Oribe recibió una educación basada en los ideales de liberalismo y nacionalismo de la época, que la impulsaron a convertirse en una espía a favor de la causa independista.
Esto hizo que rápidamente las autoridades españolas la calificaran como insurgente y “tupamara”, a la vez que comenzaban a perseguirla hasta lograr su detención en la prisión de la Ciudadela de Montevideo donde permaneció hasta la llegada de las tropas de José Gervasio Artigas a Montevideo.
En ese momento, su marido se instaló en Brasil y Josefa se retiró para dedicarse a la crianza de Agustina, su única hija.
Su participación fue fundamental en el transcurso del primer sitio de Montevideo, al momento de contribuir con el diezmado ejército oriental cuyos integrantes heridos se veían imposibilitados de sanar como consecuencia de la falta de recursos.

«Con la finalidad de conseguir esos recursos emprendió una peligrosa misión. Disfrazada de lavandera logró sortear la vigilancia de la guardia invasora y una vez dentro de la plaza montevideana se dirigió al domicilio del Cirujano Mayor del Ejército Imperial, el Dr. José Pedro de Oliveira, con la finalidad de que éste le proporcionara –en honor a la amistad que ambos se
profesaban– los instrumentos de cirugía que los insurgentes patriotas estaban necesitando. El galeno rechazó la petición pero Josefa no se dio por vencida y continuó insistiendo con su súplica hasta que finalmente el noble médico accedió al petitorio y le entregó los materiales que horas más tarde les salvarían la vida a muchos patriotas.»
(Fuentes Álvarez, 2008:18)

En 1825 dio su apoyo incondicional a la Cruzada Libertadora, recolectó dinero, convenció a muchos indecisos para sumarse a la lucha, participó de la atención de los heridos cuando recrudeció el conflicto y cuando se produjo el desembarco de los Treinta y Tres Orientales en la playa de la Agraciada.
Josefa murió en 1835, después de años de lucha en pos de la causa independista, el mismo año en que su hermano Manuel Oribe accedió a la presidencia de la República.

Ana Monterroso de Lavalleja

Otra de las mujeres que acompañó la revolución fue Ana Micaela Benita Estefanía Monterroso. Ella se encargó de asuntos políticos, se vinculó con organizaciones clandestinas, repartió cartas a los aliados, organizó reuniones, todo en favor del proceso revolucionario y de la lucha por la libertad de su patria. Esto no siempre era valorado de la misma forma.

«...no todos los cronistas comparten sus opiniones al valorarla: la fortaleza y la decisión que demuestra Ana son, para algunos, motivo de elogio a su persona y de admiración a Lavalleja por el valor y la fidelidad de su compañera; en cambio, son las muestras de un carácter difícil, poco femenino y dominante, al que habría sucumbido un Lavalleja débil. Sus acciones despertaron opiniones contradictorias, quizá porque su figura de mujer activa y fuerte rebasaba el ideal femenino
de la época. Se la juzgó, al mismo tiempo como “[...] un ejemplo notable de amor conyugal; porque, con la mayor constancia y resignación, siempre ha seguido los destinos de su marido, se mostraran estos con rostro risueño o furioso [...]” o “[...] tan arriesgada como maquiavélica” y de “[...] un carácter tan turbulento e intrigante, que no dudó [en] sacrificar por ambición la fortuna del matrimonio [...]”.»
(Quijano, 2020)

Ana Monterroso nació en Montevideo el 3 de setiembre de 1791. Fueron sus padres Marcos José Monterroso y Porta, y Juana Paula Bermúdez Artigas.
En octubre de 1817 abandonó Montevideo y se dirigió a la campaña donde se casó por poder con Juan Antonio Lavalleja. Meses después de la boda, Lavalleja cayó prisionero de los portugueses y fue trasladado a una cárcel de Brasil, en tanto que Ana y su cuñada Francisca fueron tomadas prisioneras y enviadas a Río de Janeiro.
En 1821, el matrimonio regresó a Montevideo para continuar luchando por la emancipación nacional y se estableció en su hogar de la calle San Francisco, hoy calle Zabala.
Fue allí donde nacieron sus hijos: Adelina, Rosaura, Elvira, Ana, Juan Antonio, Ovidio, Constantino, Francisco, Juana, Egidio, María y dos mellizos que murieron al nacer en 1832.
Lograda ya la independencia y cuando se había instalado el gobierno de Fructuoso Rivera, Doña Ana lideró un grupo de rebeldes que se oponían al régimen riverista y publicó el “Pasquín de Doña Ana”, un enfervorizado panfleto que incitaba a los soldados del Batallón de Cazadores a rebelarse en contra del gobierno.

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El complot fue descubierto por las autoridades, y Ana Monterroso fue acusada y juzgada como la principal autora de la insurrección. Sin embargo, ella no fue la única mujer que participó en esa confabulación; junto a ella estuvieron Doña Rosa Giménez, Doña Manuela y Doña María Urresti, así como Doña Angela Furriol de Garzón. Dada su capacidad de liderazgo y la incidencia que ejercía entre los grupos rebeldes, el gobierno procedió al embargo de las propiedades de la familia y a la incomunicación de Doña Ana que debió permanecer en su domicilio. Finalmente, y por disposición del gobierno riverista, Doña Ana debió exiliarse en Buenos Aires donde se encontraba su esposo.

En 1853, cuando falleció Juan Antonio Lavalleja, el gobierno de la República le asignó la pensión del sueldo de Brigadier General y la pensión de premio acordada a los Treinta y Tres Orientales, como reconocimiento a los servicios prestados por su esposo y a su incansable lucha por la emancipación de este territorio.
Doña Ana Monterroso falleció en 1858, en Buenos Aires, lejos de su querida patria por la que tanto luchó.

Bernardina Fragoso de Rivera

Nació el 20 de mayo de 1796, en el hogar que formaron el comerciante gallego Pedro Fragoso y la porteña Narcisa Laredo. De familia acomodada, Bernardina transitó su infancia en Montevideo, una ciudad amurallada que crecía y se embellecía a partir del fuerte movimiento comercial.

«Era un medio donde la mujer gozaba de más libertades que en pleno siglo XIX: “Son tan libres como las francesas”, dice Dom Pernetty, capellán de la expedición de Louis A. Baungaville. Las mujeres de la colonia y la “Patria Vieja”, mientras se formaba el país, fundaron hogares, procrearon, educaron, transmitieron valores y costumbres, organizaron familias, cultivaron la tierra, administraron haciendas, ejercieron oficios, fueron maestras, lavanderas, parteras, prestamistas, comerciantes (sobre todo pulperas) y empresarias en pequeña o gran escala como Rosa Zedor, la esclava liberada que tuvo un pequeño lavadero con personal a su servicio o Pascuala Álvarez, que administró una calera.» (Ortiz de Terra, 2020)

Cuando aún era pequeña, la familia de Bernardina se trasladó a San José donde su padre instaló una pulpería, y fue en ese entonces que conoció otra realidad y recibió otras influencias. En la pulpería se comentaba acerca de los alzamientos, las intrigas, las bodas y los raptos, y la pequeña comenzó a conocer la campaña y a sus pobladores; aprendió a valorarlos y confraternizó con ellos. Mas fue en la escuela donde recibió una formación que le permitió, en el futuro, compartir la vida con Rivera y trabajar junto a él en la lucha por la emancipación. Su pasión por la lectura la convirtió en
una mujer de amplios intereses, con posibilidad de abordar diversidad de temas y capaz de sostener sus opiniones con firmeza.

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A comienzos de 1816 contrajo matrimonio con Fructuoso Rivera que, en ese momento, ocupaba el cargo de comandante general de armas de la Plaza de Montevideo, nombrado por el General José Artigas.
A partir de ese momento comenzó junto a su esposo un intrincado recorrido a lo largo y ancho de nuestro territorio y fue entonces que tomó contacto con los duros escenarios de la revolución.

«La noble y decidida patricia marchó a seguir la suerte de su digno esposo y de los patriotas que militaban bajo las banderas de Artigas, que se resistían á rendir vasallaje al conquistador.
Compartiendo con ellos las privaciones, las penurias y los riesgos de la lucha, la señora Fragoso de Rivera, como otras patricias de su temple, alentaba á los defensores del patrio suelo, haciendo el bien que estaba en sus alcances, con la mejor voluntad y generoso desprendimiento.»
(De María, 1895:8)

El citado autor destacaba en Bernardina la bondad, el desprendimiento y la sensibilidad ante el infortunio ajeno, cualidades que la llevaron a convertirse en una destacada filántropa de la época.
Su lugar en la historia se debe fundamentalmente al rol que desempeñó como primera dama durante la presidencia de su esposo, en especial por la consolidación de la “Sociedad Filantrópica de Damas Orientales” cuyo principal objetivo fue la organización de un hospital ubicado en la Casa Fuerte de Gobierno, costeado a partir de la cuota mensual de todas las integrantes de la Sociedad y del trabajo voluntario de dichas damas.
A partir de 1854, año en el que falleció Fructuoso Rivera, Bernardina continuó su vida modesta de ayuda a los demás y pasó a refugiarse en su quinta de Arroyo Seco, hasta que en 1863 falleció como consecuencia de la enfermedad que afectó sus últimos años de vida.

 

Reflexión final

Comenzamos este artículo haciendo referencia a las “invisibles de la historia” con el propósito de poner de relieve todas aquellas mujeres que fueron parte de nuestra historia y fundamentalmente aquellas que participaron en el proceso de consolidación de la independencia.

La indagación bibliográfica y la búsqueda de documentos nos conducen, una vez más, a concluir que las mujeres que lograron reconocimiento, y por tanto tienen un lugar en nuestra historia, son aquellas que provenían de las clases sociales más acomodadas de la época y se relacionaron con apellidos que se destacaron en el devenir del tiempo. Todas ellas eran esposas, hermanas o hijas de personajes de renombre. Fueron también quienes accedieron a la posibilidad de tener un retrato y quienes sabían escribir, por lo que de ellas se conservan imágenes y cartas. Las mujeres pobres, las campesinas o las afrodescendientes no tenían posibilidad de acceder a un retrato, y en general tampoco aprendían a leer y a escribir. Son las que no tienen voz, de ellas no hay mención en ninguno de los documentos de la época.

No obstante, sabemos que hubo infinidad de mujeres que participaron en los frentes de lucha, que abandonaron sus hogares y quehaceres domésticos para pelear codo a codo con los patriotas y junto a ellos fueron los verdaderos protagonistas del proceso libertador.

¿Cómo avanzar en la comprensión del proceso que siguieron las mujeres en nuestra historia?
La revisión bibliográfica y la búsqueda de documentos son, sin lugar a dudas, dos valiosísimas fuentes de información.
La visita a museos representa otra oportunidad para reflexionar en torno al protagonismo de la mujer, su consideración social, el relacionamiento entre ellas y con sus contemporáneos, al igual que para visibilizar su entorno, su cotidianidad y su aporte durante la Revolución Oriental.
Es difícil encontrar huellas de la actividad de las mujeres, donde se las reconozca como sujetos constructores de civilización y cultura. Abundan, en cambio, narrativas donde se las ignora en relación con el contexto político y sociocultural de su tiempo. Por esta razón nos preguntamos: ¿Qué relaciones de poder existían entre los hombres y las mujeres que vivieron durante el período revolucionario? ¿Cómo participaron las mujeres en estos eventos históricos? ¿Qué tipo de actividades realizaban? ¿Qué peso tuvo su accionar en dicho momento histórico?
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Trabajar a partir de las biografías de quienes sí tuvieron voz y fueron registradas en múltiples retratos debe ser una oportunidad para preguntarnos cuáles fueron las cualidades que determinaron que ellas fueran visibilizadas y, a partir de esto, cuestionarnos acerca de cuántas mujeres hubo en nuestra historia con las mismas cualidades, pero con muchas menos oportunidades.

Referencia bibliográfica
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MONTIEL, Edgar (2014): “La historia silenciada de la mujer en la Independencia Americana” (Conferencia Magistral) en S. B. Guardia (ed. y comp.) (2014): Primer Congreso Internacional “Las mujeres en los procesos de independencia de América Latina”, pp. 21-29. Lima, Perú. En línea: https://www.cemhal.org/8%20M.%20independencia%20Primer%20 Congreso%202014.pdf
ORTIZ DE TERRA, Ma del Carmen (2020): “Bernardina Fragoso de Rivera. Amor y revolución de una primera dama” en AAVV: Mujeres uruguayas. Montevideo: Lumen.
QUIJANO, Rosario (2020): “Ana Monterroso de Lavalleja. El alma y la espada” en AAVV: Mujeres uruguayas. Montevideo: Lumen.
VALCÁRCEL, Carlos Daniel (ed.) (1971): La rebelión de Túpac Amaru, Tomo II, Vol. 2, La Rebelión. Lima: Colección Documental de la Independencia del Perú. En línea: https://repombd.bnp.gob.pe/bnp/recursos/ biblioteca1/HTML/Sesquicentenario/la-rebelion-de-tupac-amaru-la-rebelion- 127446/332/