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Junio del 2023
Competencias y posmodernismo. Formas y fondos en las modas curriculares
Competencias y posmodernismo. Formas y fondos en las modas curriculares
Portada

José Luis Corbo

José Luis Corbo

Lic. en Educación Física (ISEF-UdelaR). Posgrado en Didáctica de la Educación Superior (CLAEH). Maestrando en Didáctica de la Educación Superior (CLAEH).

Marcela Oroño

Marcela Oroño

Profesora de Educación Física (ISEF). Especializada en Ciencias de la Educación (ISEF). Magíster en Didáctica de la Educación Superior (CLAEH). Especialista en Didáctica de la Educación Superior (CLAEH).

Mariana Sarni

Mariana Sarni

Profesora de Educación Física (ISEF, 1991). Lic. en Ciencias de la Educación (1995) y Magíster en Educación (2007) (UCUDAL), cursando doctorado en Actividad Física y Deporte, línea de investigación sobre Educación Física Escolar (UAM, 2016).

Presentación

Este artículo problematiza las limitaciones de los diseños curriculares por competencias en educación. Inicia con el planteo de algunas aproximaciones genéricas a los conceptos de currículo, evaluación y competencias, con la intención de presentar la problemática. A partir de allí propone dos ejes para su problematización. El primer eje alerta de la necesaria lectura crítica de su génesis en cuanto concepto que, de lo contrario, se naturaliza por su dialéctica histórica y por su propio uso ingenuo, el que suele fortalecer y perpetuar conceptualizaciones no siempre precisas a nivel semántico. En el segundo eje se explicita la navegabilidad de las competencias desde el campo laboral al educativo; allí se acentúa la importancia de revisar nociones y prácticas con énfasis en el segundo campo, ante el riesgo de exacerbar la valoración Competencias y posmodernismo Formas y fondos en las modas curriculares José Luis Corbo | Lic. en Educación Física (ISEF Udelar). Posgrado en Didáctica de la Educación Superior (CLAEH). Mag. en Didáctica de la Educación Superior (CLAEH). Doctorando en Ciencias de la Actividad Física y el Deporte (Universidad Autónoma de Madrid). Mariana Sarni | Profesora de Educación Física (ISEF). Lic. en Ciencias de la Educación (1995) y Mag. en Educación (UCUDAL). Doctora en Actividad Física y Deporte (Universidad Autónoma de Madrid). Marcela Oroño | Profesora de Educación Física (ISEF). Especializada en Ciencias de la Educación (ISEF). Especialista en Didáctica de la Educación Superior (CLAEH). Mag. en Didáctica de la Educación Superior (CLAEH). Doctoranda en Educación (UNINI). de conductas observables, estandarizadas, cuasi universales, propias del ámbito mecánicoinstrumental, en un territorio de cuño subjetivo y diverso, que anida diferencias estructurales e individuales históricas, difícilmente salvables (más bien acentuables) en este tipo de diseños. Se cierra el texto con conclusiones específicas sobre los cuidados del profesorado ante orientaciones competenciales en educación.

Aproximaciones generales

La discusión sobre los diseños curriculares es y ha sido un tema central en el debate educativo. Particularmente, autores como Camillioni (2010) expresan que a comienzos del siglo XX, el campo de la didáctica se redujo al campo del currículo, específicamente a las discusiones en torno a la teoría curricular.

En dicho sentido, las propuestas vienen siendo bien diversas, con muchos años marcados por diseños curriculares por objetivos de aprendizaje (Bobbit, 1971; Tyler, 1986; Taba, 1974), o con giros hermenéuticos (Stenhouse, 1998), en ambos casos con eje en los saberes que el currículo pone en juego, siempre con énfasis en la reproducción de objetos de cultura.

La década de los setenta vino de la mano de propuestas críticas (Kemmis, 1993; Grundy, 1998) que buscaban trascender epistemologías positivistas e, inclusive, propuestas hermenéuticas. El propósito en aquel entonces fue pensar la educación con carácter de emancipación; es decir, pensar en la formación de sujetos que, a partir de la práctica y con una mirada crítica sobre el mundo, devinieran posibles agentes de trasformación de la sociedad capitalista tardía, bajo el horizonte de la justicia social. Esta mirada redimensionaba el alcance de la práctica educativa, desenmascarando la dimensión política subyacente a la acción pedagógica e implícita del diseño curricular, y las funciones proyectadas por él y sus prácticas para la sociedad.

En cualquier caso, cada diseño curricular – sea cual sea su estructura– opera en dependencia con un aparato evaluativo que lo sostiene y que es sostenido por él. Esta dialéctica buscará estadios de equilibrio que habiliten (y validen) la reproducción del modelo, habilitación que se logra en tanto que el modelo pueda sostenerse. Por ende, un cambio curricular implica la revisión y la transformación evaluativa, y viceversa. En el marco de esa relación de dependencia no puede pensarse una práctica disociada de la otra. A modo de ejemplo, la tranquilidad que habilitaban los modelos por objetivos se vio alterada al momento en que Stenhouse (1987) planteó pensar los objetivos a modo de hipótesis. No partir de un objetivo preestablecido que expresase lo que el niño sería capaz de hacer –elemento que definía lo que había que evaluar–, complejizaba las prácticas profesionales.

Más allá de cuestiones de formas, son los asuntos de fondo los que en definitiva configuran los rumbos de los diseños curriculares y, de su mano, de los de las políticas evaluativas. Como decíamos, un pensamiento de la totalidad –en sentido marxista– implica asumir que las relaciones productivas y el sistema político educativo son parte de un universo imposible de disociar. Hoy podríamos afirmar que el mercado incide en los continuos y permanentes corrimientos que el sistema educativo propone casi que en cada rincón de nuestro planeta y que se espera, por tanto, un retorno de lo construido en el plano educativo sobre la productividad de los países, desde la mirada del capital humano.

Primer eje. La dialéctica de las competencias

En los últimos tiempos, y dejando atrás las temáticas propiamente curriculares, en el campo educativo comenzaron a emerger otro tipo de discusiones centradas en el para qué y orientadas por una suerte de utilitarismo asociado a supuestas demandas prácticas propias del tiempo histórico. Dichos procesos vinieron acompañados de la incursión sistemática de psicólogos en el campo, que desviaron la discusión hacia la cuestión del aprendizaje. En otras palabras, privilegiaban miradas que pretendían sacar el foco del sujeto que enseña, ocupándose especialmente del sujeto que aprende, tal como puede esperarse desde la idoneidad de su formación.

Tal fue el caso de David C. McClelland, psicólogo norteamericano preocupado desde su juventud por la lógica inductiva de los tests asociados al trabajo, y enfocado en la necesidad de promover otras dinámicas evaluativas más directas y eventualmente más útiles en relación con la tarea demandada.

Boyatzis (2020), discípulo y principal promotor de sus ideas, señala que McClelland argumentaba que los métodos basados en la ejecución de tareas tenían mayor validez y eran incluso más sensibles para validar rendimientos, que aquellos que se apoyaban en el uso de los tradicionales tests de verdadero o falso. Agregaba que los psicólogos en general desestimaban esos mecanismos evaluativos por no estar anclados en medidas de confiabilidad tradicionales, es decir, por no responder a parámetros estándar de validación.

El propósito inicial de McClelland fue trascender los clásicos tests utilizados en el ámbito del trabajo, en el entendido de que su aplicación se distanciaba sobremanera de aquello que efectivamente el trabajo demandaba en cuanto a acciones concretas. Entendía que inferir conductas a partir de un mecanismo evaluativo de ese estilo implicaba proyecciones que no necesariamente se cumplían al momento de desarrollar la tarea concreta de trabajo.

Es importante destacar que, si bien McClelland es una referencia obligada al abordar las miradas competenciales, su preocupación no se vinculaba particularmente con el campo educativo, por lo que puede resultar un tanto impreciso asociarlo a procesos que se desarrollan en las escuelas. Su interés se relacionaba con la postulación de perspectivas teóricas emergentes del campo del trabajo en carácter de consultoría, algo que posteriormente continuarían desarrollando sus discípulos más destacados.

Es así como Boyatzis y algunos colaboradores fundarían su propia empresa consultora, en cuyo sitio web se definían como una firma global de consultoría en management que trabajaba en conjunto con los líderes de las organizaciones para convertir sus estrategias en realidad.

Como decíamos, Boyatzis fue y es uno de los principales discípulos de McClelland, además de un continuador de su trabajo teórico. Su preocupación continúa siendo la evaluación y el nivel de certeza que puede aportar esa evaluación en relación con la ejecución de una tarea concreta.

 

Según Boyatzis (2020), la principal virtud de McClelland fue elaborar pruebas convincentes orientadas a demostrar que los métodos centrados en la ejecución de tareas presentan elementos distintivos que los hacen evidentemente superiores a los tests tradicionales. Hablamos de mayor validez de criterio, menor confiabilidad test-retest, mayor sensibilidad a cambios de humor y aspectos generales asociados a las actitudes y comportamientos, mayor singularidad y validez transcultural, además de mayor utilidad para su aplicación-replicación en tareas específicas asociadas al desarrollo humano.

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Este tipo de afirmaciones de Boyatzis en torno al trabajo de McClelland no solamente aportan elementos para pensar el devenir histórico del concepto de competencias, sino que ubican a la evaluación en un lugar de privilegio. En función de lo que evaluar competencias significa, podríamos proyectar dispositivos de enseñanza para “producir” sujetos mejor evaluados en el campo competencial y que, por tanto, se ocupen del progreso en el logro de esas competencias.

Por otra parte, situar la evaluación al principio de la cuestión establece el punto de partida que luego oficia de anclaje al sistema de dependencia dialéctico que currículo y evaluación configuran. A partir de él es inevitable que el movimiento de una práctica condicione la otra. Como decíamos, al igual que en cualquier sistema educativo, la evaluación legitima la totalidad de la estructura curricular que, a su vez, ejerce una acción legitimante sobre el modelo evaluativo y sobre los saberes, haceres y logros que conlleva. Como contracara o en consecuencia devalúa los saberes, haceres y logros de aquello que no es evaluado. No es necesario aclarar que cuando lo evaluado es el aprendizaje de sujetos, la previsión de sus procesos formativos es bastante difícil. Seguramente –deseablemente– estos procesos desborden cualquier tipo de dispositivo de evaluación estandarizado (cf. Sarni, Corbo y Noble, 2021).

Más allá de esto y de lo que podríamos especular respecto a la implementación de este tipo de miradas, todo indica que, tanto para McClelland como para Boyatzis, las competencias se asocian con comportamientos proyectivamente productivos en torno a una tarea concreta y siempre anclados al campo del trabajo y de la producción, coyunturales con demandas histórico-temporales orientadas al mundo del mercado.

En la misma línea podríamos describir un sinnúmero de autores que buscaban idénticos sentidos, lo que no aportaría mucho más al campo del debate educativo. Lo que sí es cierto es que sus intereses teóricos surgen vinculados ad hoc tanto al campo curricular como al campo de la educación formal, y resultaría desacertado referir a ellos como promotores de un currículo competencial.

Tampoco parece ajustado afirmar que hay dos miradas teóricas diferentes asociadas a las competencias, una vinculada al campo del trabajo y la otra al campo educativo1 . En cambio, lo oportuno sería afirmar que el devenir histórico de una práctica y de su concepto trajo aparejada la implementación en el sistema educativo de propuestas asociadas al campo del trabajo, en la búsqueda de eficacia en las prácticas educativas y en función de demandas concretas, emergentes todas de las dinámicas del mercado.

En definitiva, podríamos decir que la génesis de las competencias se asocia con la posibilidad, a partir de una necesidad práctica, de identificar conductas observables en tareas específicas. Podríamos agregar que evaluarlas implica la construcción de espacios que generen condiciones de posibilidad para la concreción de esas tareas, es decir que identifiquen y valoren acciones prácticas en un contexto específico.

A partir de esto último, podríamos abrir un debate acerca de si realmente una propuesta competencial puede presentarse con carácter proyectivo, asociada con demandas a futuro, o si esto significaría volver a aquello que McClelland quería eliminar como crítica a las excesivas inferencias que demandaba la aplicación de los tests en el mundo de la consultoría laboral.

Segundo eje. La migración de la práctica de las competencias a la educación

Como decíamos, si se trata de buscar responsables con relación a las propuestas asociadas a los currículos por competencias en la educación formal, la historia nos lleva al nombre de William G. Spady, conocido por acuñar el concepto de outcome-based education2 (OBE). Su propuesta, en ese entonces, se presentaba como una suerte de manual en tono rupturista que revolucionaría el sistema.

Spady ya venía trabajando en la idea de las competencias en educación. En 1977 declaraba abiertamente su afiliación a la perspectiva otrora presentada por McClelland, con el propósito de adaptarla al sistema educativo formal norteamericano. Lo que haría Spady años después sería bajar su propuesta a tierra, en el entendido de que la educación de su país demandaba una mirada modélica que lograse desprenderse de los viejos esquemas educativos.

No obstante esos antecedentes, es importante repasar la OBE y sus aspectos más generales como obra central del autor, en el entendido de que gran parte de las reformas que se promocionan en la actualidad encuentran relación directa con lo que él proponía a partir de enfoques que sostenía desde hace casi treinta años.

En las primeras páginas de su libro, Spady (1994) presenta la OBE como respuesta eminentemente práctica a una demanda particular de la educación estadounidense. Los cambios tecnológicos, económicos y sociales representaban un desafío asociado con la necesidad de incrementar los estándares de desempeño de los estudiantes, particularmente de aquellos que quedaban relegados en el modelo educativo tradicional. Destacaba además la necesidad de mejorar los resultados sin incrementos presupuestales y apoyándose únicamente en la reestructura, es decir, en un cambio de formas orientado a mejorar el uso de los recursos destinados a la educación.

En esta idea es interesante entender cómo Spady plantea la necesidad de adaptar la educación a las demandas históricas y cómo en su propuesta subyace una mirada muy afín a las teorías del capital humano. Promueve la reconstrucción de un sistema que demanda eficiencia en materia de productividad, y sobre el cual no habrá inversión, pero sí reajustes. A su criterio, el incremento en el gasto en educación no parecería ser una cuestión posible; mucho menos rentable.

En cuanto a la estructura de las propuestas de Spady (1994), muchos de sus elementos recuperan aspectos comunes de viejas tradiciones, con el agregado de forma sustancial y explícita de la necesidad de encontrar el elemento estandarizable que estructure y legitime el sistema. Su propuesta se sustenta en el entendido de que para “basar un sistema en algo” hay que definir, decidir, organizar, estructurar, enfocar y operar de forma que ese sistema funcione de acuerdo con un determinado estándar o se apoye en principios generales consistentes.

En cuanto a la lógica curricular, la OBE plantea principios constitutivos a considerar en su elaboración e implementación. Se debe comenzar por definir un marco de resultados de salida, lo que en términos concretos habitualmente se conoce como perfil de egreso. En segundo lugar, se debe respetar la diversidad de los estudiantes durante el recorrido y, por tanto, sus tiempos de aprendizaje. Asimismo es imperativa la fijación de criterios estándar asociados a todo el recorrido curricular, los que deben conocerse antes de comenzar el proceso. Finalmente, deben considerarse niveles a superar previo al egreso escolar y focalizar en la superación de esos niveles, de estadios parciales de aprendizaje que podrían oficiar de mojones (cf. Spady, 1994).

Por otra parte, el autor manifiesta como una de las “reglas de oro” de su propuesta el diseñar desde arriba hacia abajo (design down). Es decir, partir siempre de los aprendizajes sometidos a procesos de estandarización, en virtud de una demanda concreta y susceptible de ser proyectada en términos temporales y en carácter productivo.

Es importante apreciar como en el modelo de Spady (1994) reaparecen los viejos componentes que en su momento postulaba Tyler (1986), y se constituyen nuevamente en centrales en su perspectiva curricular. Hablamos de los objetivos por alcanzar, las experiencias de instrucción orientadas sobre la búsqueda de esos objetivos y los instrumentos de evaluación que habilitan la observación de las conductas deseadas. Agregamos que los diseños de este tipo suelen poner en general el acento en la necesidad de evaluar conductas observables y estandarizables, algo nada novedoso en términos curriculares y muy afín a las viejas tradiciones curriculares.

De esto se desprende que la propuesta final de Spady es el acumulado de un tiempo de trabajo en el cual el autor intentó generar un dispositivo que recuperaba elementos de la línea de la consultoría laboral y los fusionaba con las viejas teorías curriculares, para lograr un híbrido que apreciamos hoy en las tan promocionadas propuestas competenciales que aterrizan en los sistemas educativos del mundo.

Como distintivo aparece siempre el ya mencionado design down que ubica al aprendizaje en el primer plano, que se sostiene a partir de la centralidad en el estudiante y a su vez estandariza niveles de logros o metas de aprendizaje comunes que, cualquiera sea la situación, demandan procesos de valoración anclados en la medición de las posibilidades de hacer, es decir, en las competencias de los estudiantes. Estas últimas serán agrupadas en una suerte de taxonomía que dependerá siempre de qué tanto readapten los modelos originales quienes se encuentran eventualmente dirigiendo el barco educativo.

Pocos años después de las propuestas de Spady, autores representativos del campo de la educación se adhirieron progresivamente, con mayor o menor profundidad, a las miradas competenciales, temerosos en algunos casos del lugar que pasaría a ocupar el saber en estos nuevos diseños. Phillipe Perrenoud refiere a la necesidad del desarrollo de nuevas competencias en los docentes para enseñar, e insiste en el cuidado especial por la enseñanza de saberes, los que aportan o se ponen al servicio del desarrollo de esas nuevas competencias.

«El concepto de competencia representará aquí una capacidad de movilizar varios recursos cognitivos para hacer frente a un tipo de situaciones. Esta definición insiste en cuatro aspectos:

  1. Las competencias no son en sí mismas conocimientos, habilidades o actitudes, aunque movilizan, integran, orquestan tales recursos.

  2. Esta movilización sólo resulta pertinente en situación, y cada situación es única, aunque se la pueda tratar por analogía con otras, ya conocidas.

  3. El ejercicio de la competencia pasa por operaciones mentales complejas, sostenidas por esquemas de pensamiento (...), los cuales permiten determinar (más o menos de un modo consciente y rápido) y realizar (más o menos de un modo eficaz) una acción relativamente adaptada a la situación.

  4. Las competencias profesionales se crean, en formación, pero también a merced de la navegación cotidiana del practicante, de una situación de trabajo a otra...» (Perrenoud, 2007:11)

 

En este caso podríamos afirmar que existe un interés manifiesto por cuidar el lugar de la enseñanza, interés que puede diluirse en la medida en que el foco en el aprendizaje invierte el diseño de la planificación de esa enseñanza, preocupada excesivamente por el logro de resultados medibles en espacios de actuación concretos y específicos.

Jacques Tardif parece más esperanzado en la potencialidad de estos modelos y sostiene que los debates se deben más a cuestiones de conceptos que de prácticas, es decir, a las dificultades para definir la acción y no a lo que efectivamente sucede en la clase. «El discurso sobre los programas por competencias se torna complejo por el hecho de que el concepto de competencia no ha dado lugar a una acepción consensuada en el mundo de la educación y de la formación.» (Tardif, 2008:2)

Dicho esto, y matizando el debate en el plano de la polisemia, el autor propone una serie de medidas a considerar para pensar en un posible currículo por competencias, sostenido desde la organización progresiva y eficaz de las acciones, y orientado siempre por el faro de los resultados, es decir, por los procesos evaluativos que se sostengan a partir de la comparación de conductas en escenarios complejos.

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Conclusiones: sobre alertas y cuidados

Es preciso destacar que los trabajos tanto de Perrenoud como de Tardif están anclados en el plano de la formación docente. Hablamos de que son propuestas plausibles de ser pensadas para sujetos que ya manejan un saber, que han cursado y aprobado estudios de grado, y para los cuales los autores proponen pensar en el desarrollo de estrategias que habiliten la superación de sus prácticas en el uso de ese saber de formación del que previamente se han apropiado.

Pensar estas cuestiones en el plano de la educación escolar e inicial obliga, en principio, a instalar otros debates.

«Tenemos memoria acerca de la aparición de modas que han surgido, caducado y se han olvidado con demasiada rapidez. Este recuerdo está tan presente en nuestro contexto y en nuestra historia que, de alguna manera, nos protege frente a lo aparente e injustificadamente novedoso.» (Gimeno Sacristán, 2008:10)

En principio, hablamos justamente de lo que expresa el autor: protegernos. Protegernos implica desarrollar una mirada crítica, políticamente sostenida con relación a lo que las nuevas modas significan. Protegernos significa siempre sospechar, en el entendido de analizar las contradicciones internas que las propias modas manifiestan, buscando sus elementos de incompatibilidad.

Si se analizan las miradas de Tyler (1949) y de Spady (1977) en términos de diseño, cuesta encontrar las diferencias sustantivas entre un modelo y otro. Por lo pronto, nos debemos la obligación moral de decir que ambos modelos condicionan al estudiante e inevitablemente lo limitan a aprender, desde esa perspectiva, lo que el modelo quiere que aprenda. En el caso específico de la mirada competencial podríamos afirmar que, al ocuparse de comportamientos definidos por otros, lo primero que hace el modelo es restringir la autonomía del sujeto que aprende.

Este aspecto representa la gran paradoja del modelo. Un enfoque político educativo, en el cual la libertad individual se reduce a la mirada del libre albedrío –del decidir autónomo y no condicionado–, implementado en general por gobiernos liberales o neoliberales, que ante todo propone definir conductas para los sujetos sobre la base de parámetros a priori.

Dicho esto, en principio debemos estar alertas ante modelos curriculares que no solo conservan la génesis que los asocia al mundo del mercado, sino que habilitan al mercado a la regulación de sus sentidos. Como consecuencia, estos modelos configuran sujetos no pensantes en las categorías del capital humano, y le asignan “valor” al individuo de forma proporcional a su capacidad para aportar al PBI de su país, es decir, de cuánto pueda producir al servicio del mercado del cual, dialécticamente, emana su formación.

Esta mirada de dependencia dialéctica, en concreto de un mercado que valida la educación y de una educación que aporta al mercado, cuesta poco asociarla con paradigmas que cosifican al sujeto al asignarle roles predeterminados y reducir exponencialmente las posibilidades de movilidad social, limitando las acciones de esos sujetos sobre el mundo y sobre su propia vida.

El llamado de alerta no es sobre las formas que se promueven, ni sobre aquello que metodológicamente podría llegar a inclusive potenciar el hacer de los docentes. La preocupación pasa por el foco excesivo del rendimiento con enfoque basado en la productividad, en el rol central de una evaluación estrictamente estandarizable, y en el rol secundario de un docente que reduce su lugar al de aplicador, sin necesidad siquiera de digerir –conceptualmente hablando– aquello que la política educativa propone.

Advertía Hanson (1993) acerca de los riesgos a los que los estadounidenses se enfrentaban ante un sistema evaluativo que funcionaba como máquina productora de personas y acerca del devenir de esa dinámica de tests que ya asediaban a su país a principios de la década de los noventa. Consideraba que este era solo el comienzo de una catarata interminable de evaluaciones que acompañarían al sujeto norteamericano durante el resto de su vida, y configurarían sus formas de ser y de hacer, construyéndolo como persona.

Cuidémonos de no caer en una maquinaria productora de subjetividades. Sospechemos de cualquier evaluación exagerada y estandarizada, de caminos excesivamente marcados y de tareas docentes en extremo facilitadas. No olvidemos que cuanto menos pensemos, siempre habrá alguien que pensará por nosotros.

Referencia bibliográfica
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