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Diciembre del 2024
Cementerio de tábanos

Julio Brum

Julio Brum

tábanos

Hasta mediados de los años setenta del siglo pasado, una tarde veraniega en el río santa Lucía era para mí una fiesta inolvidable.

Llegaban los trenes cargados desde la Estación Central y se inundaba el parque de familias de obreros montevideanos. Eran los últimos coletazos de un balneario que a fines de los mil ochocientos era el equivalente a la Punta del Este actual. Familias muy acaudaladas o de renombre, como los Capurro o los Rodó, supieron tener sus casas quintas veraniegas por esos lares. La selección uruguaya, en el Mundial de 1930, se concentró en el famoso hotel Biltmore, allí donde cantó Carlos Gardel.

Con mis 8 años, a fines de los sesenta, lo mejor que podía suceder era un domingo en el río.

En mi familia paterna, como buena familia pobre oriunda del campo de Soriano, lo más valorado era la comida. Ahora, esta nueva generación de “Sosas” arraigada en un pueblo pujante, ya no tenía aquellas angustias y carencias. Por lo tanto, se asociaba cualquier evento familiar, como la Navidad, un cumpleaños, una fiesta en la chacra o un domingo en el río, a una bacanal gastronómica. Tanto así que en mi familia era recurrente la broma sobre que había dos tipos de porciones en el mundo: una para “la gente normal” y la otra para los “Sosas”.

El domingo en el río arrancaba el sábado de tarde con mi madre cocinando torta de fiambre, fainá de queso, pizza y pascualina. El postre era una exquisita torta de coco y dulce de leche que llevaba casi congelada para que se conservara mejor. El complemento del postre era un par de sandías riverenses que se ponían en una red junto a algún kilo de uvas Moscatel en el agua del río, para mantener la frescura.

La mañana dominguera nos sorprendía temprano armando campamento alrededor del auto de mi madrina Matilde. Había que armar el búnker, el fogón y la parrilla antes de que los veraneantes llegados en el tren copen el parque.

tábanos 1La sombra de los sauces frente a la estación y a la altura de la islita era uno de los lugares preferidos. Allí pasábamos todo el domingo comiendo y festejando. Pero a mi primo Darío y a mí nos gustaba más zambullirnos desde el Chupón Chico que pasar el día masticando.

El agua del Santa Lucía era transparente, repleta de mojarras y podíamos beberla sin problemas.

Uno de los juegos preferidos era jugar carreras alrededor de la islita. Había que ir hasta la punta y dejarse llevar por la correntada. Después, volvíamos corriendo y nos lanzábamos de nuevo a la correntada, docenas de veces.

Interminables también eran los partidos de cabeza jugados “mano a mano” con pelota de goma en el agua. Los arcos los hacíamos con dos ramitas de sauce clavadas en la arena para revivir el eterno clásico Peñarol vs. Nacional. Mi primo era tremendo manya. Cuando cabeceaba, era Pedro Virgilio Rocha y cuando atajaba era Ladislao Mazurkiewicz. Yo, como buen bolso, atajando era Rogelio Domínguez y cabeceando era Celio Taveira Filho.

Pero lo más difícil de un domingo en el río era pasar la hora de la siesta. No por el sol, que en aquellos días era amigable, sino por la firme creencia respecto a que era necesario esperar dos horas para volver al agua. Si lo hacías antes, tu vida corría peligro porque podía “cortarse” tu digestión y te ahogarías. El otro peligro de vida sobre el cual nos adoctrinaban fuertemente era que estaba absolutamente prohibido comer sandía y tomar vino a la vez.

Con Darío –que éramos una máquina de imaginar juegos– encontramos una solución para combatir aquella tediosa espera de la siesta.

Nos poníamos a matar tábanos y los enterrábamos en la arena, marcando cada tumba con una cruz que fabricábamos con ramitas de sauce.

El desafío para cada uno era llegar a armar un prolijo cementerio de 25 tábanos.

Para poder volver al agua, teníamos que llegar al número pactado. Pero para terminar del todo la prenda, había que rezar un Padreinsecto inventado por nosotros.

Así, con total concentración, imitando nuestras clases de catecismo, recitábamos frente al cementerio de tábanos:

Padreinsecto que estás en los cielos. Recibe estos valientes tábanos que murieron luchando por sangre humana.
Hazles un lugar en tu reino de moscas, grillos, mosquitos y libélulas.
Libéranos de mezclar la sandía con el vino. Que descansen en paz.
Amén.

Después, nos tirábamos al agua y nos bañábamos hasta agotarnos, como si el tiempo no existiera.

El domingo en el río terminaba cuando se venía la noche y casi siempre con nuestras madres suplicándonos que saliéramos del agua porque al otro día “tenían que trabajar”. Nosotros nos despedíamos del río con una sonrisa ancha, con los dedos arrugados y relojeando a los tábanos.

Julio Brum
Santa Lucía (1960- ) En: Caleidoscopio. Historias desde la ciudad del río

Referencia bibliográfica
Julio Brum Santa Lucía (1960- ) En: Caleidoscopio. Historias desde la ciudad del río